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Crítica de Cine

Es duro ser rey

Una imagen de la película.

Una imagen de la película.

El rey de los belgas resucita aquella vieja moda del falso documental que tanto furor hizo hace una década, a saber, travistiendo la ficción y el género road movie de las formas y modos del reportaje para jugar desde la ironía con el estatuto de verdad de ciertas imágenes y discursos audiovisuales.

Más allá de la pertinencia o vigencia de su formato fake, lo más interesante de esta cinta es poner a prueba una segunda mascarada, la de la política en tiempos de crisis de modelos y posverdad televisada en directo. Así, a nuestro rey de los belgas, Nicolás III (sobrio, introspectivo, estupendo Peter Van den Begin), la declaración de secesión de Vallonia le pilla lejos de la patria, en pleno viaje oficial a Turquía, en la inauguración de un parque temático (Mini-Europa) que pronto se convertirá en la maqueta a escala de la verdadera y rocambolesca ruta de un viaje mucho más accidentado por la periferia agreste y salvaje (Bulgaria, los Balcanes, Albania...) de la Europa comunitaria, en una huida clandestina de la oficialidad que revelará la farsa de la diplomacia y el protocolo y el rostro auténtico, humano y cálido, de un monarca superado por los acontecimientos.

Brosens y Woodworth intentan no forzar la comicidad más allá de lo necesario y del propio absurdo de las situaciones (véase al rey y su comitiva disfrazados de miembros de un coro búlgaro femenino), y se olvidan pronto, por suerte, de recordarnos constantemente el juego con el dispositivo documental. El resultado eleva su película a un retrato del hombre fuera de sitio, nos regala un puñado de buenos gags y de paso deja un suave diagnóstico crítico sobre la actual deriva geopolítica de esta Europa de hipocresías y deserciones.

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