El menú | Crítica

Entre la caricatura social y el ‘thriller’ gastronómico

Ralph Fiennes y Anya Taylor-Joy, un chef y su cliente en ‘El menú’.

Ralph Fiennes y Anya Taylor-Joy, un chef y su cliente en ‘El menú’. / D. S.

Gastronomía y cine siempre se han llevado bien –y más en estos últimos años– ya sea en películas para sentirse bien (Feel Good Movies), críticas o perversas. Como El menú no figura entre las primeras, me centraré en las segundas y las terceras. Entre las críticas con humor más blanco o más negro baste citar –por referirme solo a cumbres– a Chaplin comiéndose sus botas y su compañero queriendo comérselo a él en La quimera del oro o a la cena de El ángel exterminador de Buñuel. En lo que a la unión perversa entre cine y comida se refiere, yéndonos a su extremo representado por el canibalismo, podríamos citar –siempre refiriéndonos a obras grandes o interesantes– el final de El extraño viaje (en este caso se trata de bebida), La ternura de los lobos de Ummel, Un problema cada día de Denis, Delicatessen de Jeunet y Caro, Caníbal de Martín Cuenca o Crudo de Ducournau (excuso la reciente Hasta los huesos: ya he dicho que solo cito películas interesantes). Sin olvidar, por supuesto, los pasteles de carne del barbero de Fleet Street y el guiño final de El silencio de los corderos con el viejo amigo al que Lecter espera para cenar/cenárselo.

En estos entornos –y ya he dicho mucho… o quizás no: dejo en suspenso si estamos entre el uso de la gastronomía como crítica social o si la cosa se mete por caminos más siniestros y perversos– se mueve El menú. Una guapa guapísima pareja rica riquísima (Nicholas Hourt y Anya Taylor-Joy) viaja a una isla privada para comer en el más que exclusivo restaurante del chef Slowik (Ralph Fiennes). El lugar es un templo en el que el chef oficia el sacerdocio de la alta gastronomía imponiendo sus platos y sus reglas a los sumisos y deslumbrados clientes que se sienten afortunados por ser admitidos a esta ceremonia (menos la más sensata y ajena a ese mundo Taylor-Joy).

De todo ello se mofa la película con bastante mala leche. Casi como una pieza teatral de único escenario se van desentrañando las íntimas miserias, insatisfacciones y debilidades de los poderosos a través de los pocos, escogidos, comensales –solo doce– que han tenido la fortuna de ser admitidos (¿o seleccionados con alguna intención?) y la fortuna para poder permitírselo. ¿Crítica social? Si, pero ligera. ¿Humor negro? Si, pero sin finura. ¿Terror? Sí, pero no tanto. ¿Sorpresas? Sí, pero no tan sorprendentes. ¿Crueldad? Si, pero quizás no la que imaginan los espectadores. Promete más de lo que da, como si el director Mark Mylod (experimentado realizador de series televisivas de éxito y de unos pocos largometrajes más bien groseros) no se hubiera atrevido a jugar sus cartas más fuertes. Película sobre todo de actores, su valor mayor lo representa la esperpéntica y siniestra figura recreada por un Ralph Fiennes con aires de Vincent Price.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios