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Carmen y Lola | Crítica

Armarios de acero

Anda el aburrido patio revuelto estos días a costa de memeces como la “apropiación cultural” o los “límites del humor”, falsas polémicas virales a las que se ha sumado también una oleada de críticas ciegas hacia esta película por su supuesto retrato de la comunidad gitana cargado de estereotipos negativos.

Presentada en la Quincena de Realizadores del pasado festival de Cannes, Carmen y Lola tal vez quiere matar demasiados pájaros de un tiro, como si la invisibilidad o la normalización de los gitanos en el cine español (que no así en la televisión, donde han proliferado últimamente los reality vergonzantes sin levantar revuelo alguno) tuviera que ser superada con carácter de urgencia por la vía de una doble y furiosa salida del armario: la que atañe al conservadurismo machista de la tradición cultural y su asfixiante represión hacia la mujer, y la que ahonda además en el lesbianismo como tabú y frontera insalvable.

La película de Arantxa Echevarría se encuentra así en la encrucijada entre el retrato de costumbres, el gesto político y el drama romántico, una encrucijada que no termina de resolverse del todo en sus oscilaciones entre la mirada y el registro naturalista, la intimidad de la relación sentimental (y táctil) entre sus dos protagonistas, de largo lo más conseguido de la película gracias a la entrega de sus dos actrices no profesionales, Zaira Romero y Rosy Rodríguez, los obvios subrayados y apuntes simbólicos (los dibujos de pájaros, los aviones, la torre vigía del barrio…) y el sobreactuado conflicto con el entorno familiar, que provoca las peores escenas del conjunto.

En cualquier caso, y a pesar de sus excesos y limitaciones (conviene recordar también que se trata de un debut), Carmen y Lola no deja de ser una película valiente que abre un camino inexplorado hacia nuevos paisajes humanos en un cine español mucho menos diverso de lo que se quiere.