Me cuentan los gerentes del multicines que andan desolados con la rentré de la nueva normalidad, con apenas una media diaria de 200 entradas vendidas para 20 salas, y casi todas a costa del ciclo de repesca de clásicos del Hollywood los 80 como E.T., Gremlins, Los Goonies o Regreso al futuro.
Entre las razones obvias de la deserción hablan del lógico miedo de los espectadores o del reparo ante la incomodidad de las nuevas medidas de seguridad e higiene, pero también, sobre todo, de la flagrante ausencia de estrenos atractivos para tirar del carro. Es sin duda el caso de esta hispano-argentina La maldición del guapo con lo peor de cada casa, una cinta que no llama precisamente a las colas con su reparto o su premisa avejentada, y que defrauda aún más si cabe en su cansino, cargante y verborreico concepto de la comedia de estafadores de guante blanco, seductores maduros y relaciones paterno-filiales servido por un Gonzalo de Castro onmipresente y pasado de rosca y un Juan Grandinetti que le mete muy poquita chicha a su personaje de hijo guapo (¿?) en apuros y en constante batalla edípica con su progenitor.
Lastrada, decíamos, por su exceso de palabrería, la ausencia de química entre sus dos protagonistas y unos supuestos buenos diálogos y réplicas ingeniosas que más bien nos provocan el efecto contrario, a la cinta que dirige Beda Docampo se le funden pronto también todos los plomos necesarios para que funcione el mecanismo esencial de toda comedia de estafas de ida y vuelta, a saber, ese ritmo y esa agilidad que hagan pasar la caricatura y el tono por algo liviano, bien engrasado y fluido. Nada de eso acontece en esta castaña rodada en decorados de diseño y chalets de lujo como si tal cosa fuera suficiente para contar con la etiqueta de elegante.