Entre dos aguas | Crítica

Aliento trágico, potencia del tiempo

Con este regreso, doce años después, a los personajes, ambientes y asuntos de La leyenda del tiempo (2006), una de las películas clave del cine español de lo que llevamos de siglo, no cabe ya hablar tanto de la cansina hibridación entre documental y ficción como de una verdadera inmersión en el territorio mítico del western, un western hiperrealista y gaditano, si ustedes quieren, pero un western al fin y al cabo.

El singular barrio de La Casería en San Fernando, su trazado de casetas pobres de madera y uralita, sus mareas altas y bajas, su terreno enfangado y sus monstruosas torres vigilando a las espaldas delimitan la cartografía salvaje del retorno al hogar para el héroe trágico que encarna Israel Gómez, que acarrea a sus espaldas (literalmente: ahí está ese tatuaje-relato en proceso) la fatalidad de un destino marcado por el asesinato del padre, la traición de la madre, los años de presidio, el rechazo de la esposa y un único posible asidero al futuro de la mano del hermano mayor, Cheíto, que sí consiguió engancharse a la normalidad gracias a un trabajo como cocinero en un navío del Ejército.

Son esos los elementos que configuran Entre dos aguas como un filme de aliento trágico, como una poderosa incursión en un territorio auténtico transfigurado en paisaje de resonancias bíblicas, como escenario luminoso y orgánico capaz de convertir la verdad (precaria) de sus gentes, acentos y gestos libres en arquetipos universales de la batalla (de clase) por escapar de la inercia de la marginalidad y de la lucha con uno mismo, contra los propios fantasmas e instintos de desaparición, por aferrarse a la vida de la mano de la sangre y la descendencia.

Como en los mejores proyectos de retorno, la potencia del tiempo trabajando también se revela aquí significante y arrolladora: cada recuerdo de aquel primer filme, cada rima o fogonazo creados por el montaje, cada regreso a las palabras y lugares del pasado preñan de elocuencia, sentido y emoción el presente, pequeño gran milagro de un modo de hacer y concebir el trabajo cinematográfico. Lacuesta se entrega así generoso al esfuerzo de sus cómplices en un viaje y un relato compartidos, borra de manera portentosa todo asomo de artificio (que lo hay y mucho), hilvana con sutileza cada eco resonante, cada transición metafórica, cada forma simbólica, cada mensaje social y político (el desempleo, la inmigración, la bandera…), para dejarnos frente a unos personajes que respiran, se lanzan al agua, juegan, nadan, caminan, miran, recuerdan, se emocionan y lloran como si realmente hubieran vivido o estuvieran viviendo esas fascinantes vidas de ficción.