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Amazing Grace | Crítica

Aretha en el púlpito de la Gloria

“Hacia 1971 Aretha Franklin había grabado 20 discos, colocado 11 números uno en las listas de singles de pop y R& B y conseguido 5 premios Grammy. En enero de 1972, con 29 años, decide hacer algo diferente y se va a Los Ángeles a grabar un disco dedicado a la música que cantaba en su juventud. Allí lleva a su banda, formada por el batería Bernard Purdie, el guitarrista Cornell Dupree, el bajista Chuck Rainey y los productores Jerry Wexler y Arif Mardin. El cineasta Sydney Pollack es contratado por Warner para filmar aquellas grabaciones. Junto a Aretha estaba la figura más renombrada del Gospel de aquellos días, el Reverendo James Cleveland, y su grupo, The Southern California Community Choir. Grabado en directo durante dos noches, el álbum se convirtió en el disco de Gospel más vendido de todos los tiempos. Debido a problemas técnicos, la película nunca pudo terminarse”.

Estos son los datos que se adelantan sobre las primeras imágenes de este impresionante documento ahora por fin felizmente recuperado, destinado a ocupar un lugar en el podio de los mejor documentales musicales de todos los tiempos, una pieza única cargada de energía y comunión con su audiencia que convierte también a los espectadores de 2019 en unos auténticos privilegiados. Tal es el poder de revelación y éxtasis que se desprende de un trabajo que captura toda la intensidad de aquellas dos noches, el sudor, la furia y el milagro, el torrencial chorro de voz y las modulaciones prodigiosas de una Franklin monumental, seria y sobria que quiso aquí homenajear a sus raíces, a aquel padre predicador con el que cantó sus primeras canciones en la iglesia y que se emociona en primera fila ante el poder inmenso de su hija, como lo hace también el reverendo Cleveland, maestro de ceremonias que entra y sale de escena en poderoso control de los elementos.

Amazing Grace es mucho más que la filmación de un concierto. Pollack y sus cámaras siempre atentas a lo imprevisto capturan paulatinamente una atmósfera que se va calentando y enardeciendo ante la voz de Aretha y los ritmos de su banda, en el diálogo impresionante entre la cantante y el coro, en el contraplano de un público por momentos alucinado que se levanta y baila, que se emociona y excita sin control. Posiblemente nunca estuvimos tan cerca de la mística del Gospel afroamericano como camino gozoso hacia Dios, como expresión de una religiosidad desbordante, festiva y contagiosa. Hasta un ateo como yo no puede resistirse a su impulso evangelizador, a su energía casi extraterrestre, al poder de su mensaje.

Las cámaras y el montaje (a veces en pantalla partida) capturan la fisicidad eléctrica de aquel evento y sus maravillosos tiempos muertos e interludios, pero también capturan lo invisible, ese espíritu que se desplaza por la iglesia en todas direcciones y que recoge en un abrazo fraternal a todos los que allí se congregaron, también a unos Mick Jagger y Charlie Watts que asisten atónitos a uno de esos contados milagros de comunión colectiva gracias a la música que el cine ha sido capaz de registrar en todo su esplendor para nuestro gozo y, quién sabe, para nuestra conversión.