Mandibulas | Crítica

Dos tontos y una mosca

David Marsais y Grégoire Ludig en una imagen de 'Mandíbulas'.

David Marsais y Grégoire Ludig en una imagen de 'Mandíbulas'.

Quentin Dupieux ha hecho de la lógica del absurdo y el yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como sus principales señas de identidad como cineasta, capaz de llevar hasta las últimas consecuencias premisas irrisorias donde lo fantástico se abre paso en la narración con un rumbo siempre incierto y sorprendente para derivar en inevitable comedia excéntrica.

Ya lo vimos en aquella Rubber que seguía los pasos por el desierto de un neumático con vida propia y poderes telepáticos, y lo vemos ahora en esta Mandíbulas que, tras La chaqueta de piel de ciervo, depura aún más el concepto para poner on the road a dos tontos muy tontos (extraordinarios Grégoire Ludig y David Marsais) y a una mosca gigante por los parajes marginales de la Costa Azul. Una aventura a ratos hilarante, siempre entretenida, que naturaliza la existencia misma del insecto, un insecto salido de una película de serie B, para hacer de él la sigilosa y observadora mascota de dos tipos ridículos que, en su complicidad, torpeza y camaradería de nerds a la francesa, sólo encuentran más estupidez a su alrededor en cada nueva estación de su viaje hacia ninguna parte.

Mandíbulas avanza así con paso firme por un paisaje extrañado en el que las confusiones de identidad, el azar, los accidentes, las meteduras de pata y los encuentros propician una serie de gags en sordina que Dupieux filma con la habitual contención y sin cambio de registro, dejando que el absurdo aflore por sí mismo en el contacto con la superficie de lo real. Su película nos deja también una no menos sorprendente aparición de Adèle Exarchopoulos como joven trastornada e histérica, todo un manojo de tics, en una de esas composiciones screwball que son un regalo para una actriz y no tienen ya cabida en el cine de hoy.