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Alegría | Crítica

Sororidad intercultural

Una imagen del filme de Violeta Salama.

Una imagen del filme de Violeta Salama.

El primer largo de la granadina Violeta Salama abraza la sororidad entre mujeres de distintas edades, clases, procedencias, razas y culturas como principio fundacional de su trama ambientada en una Melilla donde la valla que separa España de Marruecos resuena como eco de otros conflictos similares, en especial el que afecta a Palestina e Israel. No en vano, nuestra protagonista, la Alegría del título (Cecilia Suárez), una mujer madura y no especialmente con buen carácter, experimenta su condición judía y su pasado como una herida abierta a la que se suma también el hecho de la distancia con su hija, que vive en un kibutz en Jerusalén.

La cinta de Salama despeja a los hombres de su ecuación y anuda así numerosos asuntos íntimos y temas políticos entorno a una boda que viene a desestabilizar la vida de su protagonista con la llegada de la familia en la diáspora a la ciudad donde ha decidido refugiarse o esconderse de sus propios fantasmas. Alegría cruza así personajes (desiguales) e historias personales en un territorio de frontera y mezcla que aspira a funcionar como marco simbólico de la convivencia intercultural a través de las mujeres que lo pueblan, que se mueven entre la tradición y la modernidad, entre la determinación y la fragilidad emocional, y a las que este filme busca dar alas con luminosidad y un tono donde lo dramático queda atenuado por el abrazo de la vitalidad y el optimismo.

Presa a veces de un naturalismo algo desequilibrado entre las prestaciones de sus intérpretes, dispersa en sus salidas laterales y demasiado explícita en el subrayado de su mensaje, Alegría ofrece un retrato vivo e interesante de su pequeña comunidad mestiza aunque peca también de una cierta idealización a la que le faltan más vuelos poéticos para convertirse en la fábula que aspira a ser.