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Crítica 'El capital'

Tiburones en las aguas de la modernidad líquida

El capital. Drama, Francia, 2012, 114 min. Dirección: Costa-Gavras. Guión: Costa-Gavras, Jean-Claude Grumberg, Karim Boukercha. Fotografía: Eric Gautier. Intérpretes: Gabriel Byrne, Gad Elmaleh, Céline Sallette, Liya Kebede, Jordana DePaula.

Quitando sus iniciales películas negras -Los raíles del crimen y Sobra un hombre, 1965 y 1967- la carrera de Costa-Gavras tiene tres actos. El primero -de 1969 a 1975- se desarrolla en Francia y alterna obras político-militantes eficaces pero de cierta tosquedad formal y elementalidad ideológica (Z, Estado de sitio) con películas más elaboradas (Sección especial) y una obra maestra (La confesión) que desbordaba los límites del género político para convertirse en una visualmente poderosa reflexión sobre el totalitarismo y sus mecanismos, cumpliendo con ello la norma de que las obras maestras siempre desbordan -a la vez que lo culminan- el género al que pertenecen.

En el segundo acto de su carrera -de 1982 a 1997-, yendo y viniendo de Hollywood a Europa, Costa-Gavras descubrió que el cine político suele dirigirse a los convencidos a través de películas militantes, con lo que renunciaba a lo que debía ser su primera misión: abrir los ojos y las conciencias del gran público. Y vinieron, entre otras, las estimables El sendero de la traición o Mad City y las extraordinarias Missing y La caja de música. Con ellas, Costa-Gavras unificó gran cine y eficacia en la transmisión de los mensajes.

El tercer acto -de 2002 hasta hoy- está marcado por una cierta debilidad cinematográfica (¿la edad?) y una producción intermitente (¿los tiempos?) que sólo ha ofrecido cuatro títulos en 15 años, de los que sólo uno -Amén- está a la altura de sus obras más estimables y ninguno al de las grandes. El capital no remedia esta situación.

El octogenario realizador se enfrenta a la actual crisis, y a sus orígenes de especulación financiera, partiendo de un guión basado en una novela de Stéphane Osmont -buen conocedor de despachos ministeriales y financieros convertido en escritor- que forma parte de una trilogía que pretende convertir en parábolas la obra de Marx abordando tres realidades actuales: las finanzas (El capital), los partidos (El manifiesto) y los medios (La ideología).

Costa-Gavras regresa a su primer acto por la tosquedad de un guión que reduce la ironía a caricatura de trazo grueso y la parábola marxista a un didactismo excesivo. Bien rodada, la película se ve perjudicada por la incomodidad o la falta de soltura con que el director se adentra por los lujosos universos de los tiburones financieros que se hacen aún más ricos mientras la crisis que ellos mismos han provocado empobrece a millones de personas. Estos tipos utilizan los métodos de las purgas maoístas para librarse de sus rivales en un mundo en el que el mercado es una nueva forma de totalitarismo. Pero se veía a Costa-Gavras más cómodo frente a los totalitarismos con rostro -los coroneles griegos de Z, los estalinistas de La confesión, el nazi de La caja de música, los racistas de El sendero de la traición- que frente a esta nueva forma de opresión carente de ideología, tan propia de la modernidad líquida. Tal vez Costa-Gavras, a la hora de enfrentarse a la crisis, hubiera debido fijarse más en Zygmunt Bauman que en Stéphane Osmont.

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