Dora y la ciudad perdida | Crítica

El buen (salvaje) latino

Una imagen de 'Dora y la ciudad perdida'.

Una imagen de 'Dora y la ciudad perdida'.

Mientras la Amazonia arde sin consuelo y el ceporro de Trump persigue y encarcela a los inmigrantes en Estados Unidos, Dora y la ciudad perdida llega para celebrar en sus blancas aventuras autorizadas al buen latino feliz e integrado y a la jungla salvaje como desgastado territorio mítico para la fantasía arqueológica de la mano de la intrépida preadolescente (Isabela Moner, todo encanto prefabricado) popularizada por la conocida serie de animación Dora la exploradora, en antena desde el año 2000 en el canal Nickelodeón.

Avalada por el propio canal televisivo, Paramount y Walden Media, ese nuevo estudio dedicado al cine familiar y de valores (cristianos), Dora y la ciudad perdida se entrega a su candidez para infantes inocentes y puros a los que Indiana Jones aún les viene grande de talla, para desplegar su inocuo mensaje aventurero y ecologista (no es lo mismo un explorador que un cazador de tesoros ni hay jungla más impenetrable que el instituto) entre imaginería saturada de colores chillones (¡de Aguirresarobe!) y animalitos digitales en la búsqueda de la ciudad inca de Parapata y la recomposición del núcleo familiar (Michael Peña y Eva Longoria bajando el listón) desmembrado por unos malencarados antagonistas de tebeo y serie B con su correspondiente sesgo racial.    

Todo ello servido entre canciones pop para secuencias de montaje videoclip, azúcar bajo en calorías y un intenso aroma neocolonial que los niños no llegarán a oler parapetados tras su paquete de palomitas.