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Crítica de Cine

'Comedia' y 'alemana' pueden ir juntas

Peter Simonischek y Sandra Hüller, padre e hija en esta estupenda película de la directora alemana Maren Ade.

Peter Simonischek y Sandra Hüller, padre e hija en esta estupenda película de la directora alemana Maren Ade.

Toni Erdmann se enfrenta por fin a la audiencia de pago y cine de fin de semana con el largo recorrido festivalero y crítico ya hecho, cargada de premios y reconocimientos (los de la Crítica de Fipresci en Cannes, el del público en el SEFF, o todos los importantes de la pasada edición de la EFA) y aún con aspiraciones a conquistar los corazones de los académicos de Hollywood.

Quién sabe, tal vez los más viejos del lugar sepan apreciar allí no tanto los pequeños residuos que aún le puedan quedar a Maren Ade (Entre nosotros) de las formas algo opacas del cine de aquella generación de jóvenes salidos de la Escuela de Berlín, como su definitiva liberación de un modelo para abrazar con cierto riesgo y respiración propia la comedia libre y esquinada, el gusto por los personajes, la improvisación y el juego o las lecturas sobre el presente envueltas en un papel algo más terso que la estraza.

Toda gran película, y Toni Erdmann lo es, contiene dentro muchas otras. La de Ade es una historia de reconciliación paterno-filial a través de la impostura, la incomodidad y la mascarada, pero también un fino y certero retrato crítico sobre esa Europa de las dos velocidades (o cómo Alemania manda y ordena desde las alturas, aquí sobre una Rumanía de empresas subsidiarias y mano de obra barata), las feroces dinámicas del mundo corporativo, la pervivencia de los tics del heteropatriarcado (con perdón) y la hipocresía en el corazón mismo del aseado monstruo capitalista.

Ade entrelaza estos discursos en un relato asendereado y siempre sorprendente, jugando a la comedia anárquica y hawksiana, sin olvidarse nunca de que, en el fondo, sus personajes, una hija que ha cortado lazos para entregarse a su trabajo y un padre jubilado con ganas de seguir echando partidas, están solos y necesitan un abrazo de oso.

En su viaje derivativo y libre, un viaje que se dilata y se contrae a distintos ritmos y velocidades, padre e hija (casi sobra decir que Simonischek y Hüller, premiados también por doquier, están inmensos) se separan y se reencuentran, se disfrazan y desvisten, para celebrar ante la cámara fluida un carnaval privado de gestos y complicidades a prueba de extraños (nosotros mismos, espectadores de la farsa) que culmina, tras dos horas que se beben, en un portentoso tercio final que aún reserva un par de memorables secuencias tan emotivas como hilarantes: una en casa de una familia desconocida y con un piano mediante, la otra, digna ya de cualquier antología de la comedia, en una improvisada fiesta nudista.

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