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LA TRAGEDIA DE MACBETH | CRÍTICA

Los Coen han muerto, viva Joel

Frances McDormand, en una escena de la película dirigida por su pareja Joel Coen.

Frances McDormand, en una escena de la película dirigida por su pareja Joel Coen.

Hay muy pocos casos en la historia del cine de películas hechas al alimón por dos creadores. Tal vez los más notables sean los de Michael Powell y Emeric Pressburger, y el de los hermanos Coen. Powell y Pressburger firmaron conjuntamente sus películas entre 1940 y 1957. Los Coen desde 1984 hasta 2018. Su filmografía está tan llena de logros entre 1984 y 1998, desde su debut con Sangre fácil hasta El gran Lebowski, como de petardos entre 2000 y 2018, casi dos décadas de las que solo destacaría como interesantes Un tipo serio y A propósito de Llewyn Davis y como grandes No es país para viejos y Valor de ley. Por cansancio de Ethan, quien parece preferir el teatro, por cambio de rumbo creativo de Joel, por agotamiento creativo tras tantos años de trabajo conjunto, por la influencia de Frances McDormand (pareja de Joel y bautizada en las redes como la Yoko Ono de los Coen) y posiblemente por todo a la vez, el dúo se ha deshecho y Joel ha firmado su primera película en solitario. Y no se ha equivocado al escoger este camino porque ha reencontrado el vigor creativo que se les había ido apagando al tándem.

Si los Coen son cinéfilos obsesionados por los referentes y muy dados a los juegos metacinematográficos, Joel prosigue por esta senda al enfrentarse a uno de los más poderosos dramas de Shakespeare que cuenta con dos extraordinarios antecedentes cinematográficos -el de Welles (Macbeth, 1948) y la tan fiel como libre adaptación de Kurosawa (El trono de sangre, 1957)- además de la interesante versión de Polanski (1971), la experimental y televisiva de Bela Tarr rodada en dos únicos planos (1982) o la traslación gansteril de Reilly (Hombres de respeto, 1990). A las que se pueden sumar los muy interesantes juegos con la novela Lady Macbeth de Mtsenk -que todo y nada tiene que ver con la tragedia- filmados por Wajda (Lady Macbeth en Siberia, 1961) y Oldroyd (Lady Macbeth, 2018).

Iniciarse en solitario enfrentándose a Shakespeare requiere tanto valor como audacia

Joel Coen, en cinéfilo, parece haber visto una y otra vez el escueto y expresionista Macbeth de Welles y tener muy presente el que teatral dirigió en 1936 al frente de The Federal Proyect Negro Unit en el Lafayette Theatre de Harlem, interpretado por actores negros y ambientado en Haití, conocido como Voodoo Macbeth. Y haber buscado también inspiración en el expresionismo alemán, la esencialidad de Dreyer, la desnudez de Bresson o la conversión del rostro en paisaje dramático de Bergman. Su película remite a muchas otras películas sin por ello renunciar a la originalidad. Estamos en el ámbito de la inspiración, no del plagio encubierto como homenaje.

Cuenta para su radical investigación formal inspirada por los citados maestros con la excepcional dirección fotográfica de Bruno Delbonnet, colaborador de los Coen en sus últimos títulos y responsable de la fotografía del Fausto de Sokurov que tan en cuenta tenía el precedente de Murnau. Un alarde fotográfico que concentra toda su fuerza en el formato clásico cuadrado que tiene más de radical decisión formal que de referencia cinéfila. Y cuenta con los igualmente excepcionales diseño de producción de Stefan Dechant (Avatar, Alicia en el país de las maravillas, Valor de ley) y vestuario de Mary Zophers (colaboradora de los Coen desde Fargo, además de responsable de Atrápame si puedes o Interstellar). Ellos crean el universo violentamente oscuro -excepcional blanco y negro que merece la oscuridad absoluta y el tamaño de pantalla de una sala de cine- poblado por unos estilizados, casi solo sugeridos, decorados y vestuario (es la luz, fundamentalmente, la constructora de espacios y definidora de rostros y cuerpos), en el que Joel Coen logra ese casi imposible que es trasladar la poderosa, abismal, oscurísima fuerza de la tragedia de Shakespeare al cine.

A la espera del juicio del tiempo, su película puede ponerse junto a las de Welles y Kurosawa

La palabra tiene su fuerza gracias a una imagen que pone toda su violencia lumínica y la clausura del plano a su servicio. Y encuentra en Denzel Washington y Frances McDormand los intérpretes perfectos rodeados por un electo igualmente perfecto formado por Brendan Gleeson, Corey Hawkins, Bertie Carvel, Harry Melling y una extraordinaria Kathryn Hunter multiplicada por tres. Si Shakespeare es la prueba decisiva para un actor, Washington y McDormand la superan superándose a sí mismos. La música de Carter Burwell -el fiel compositor de los Coen prosigue su carrera con Joel- tiende un negro velo sonoro sobre la película en el que el violín de Tim Fain tiene un absoluto protagonismo.

Iniciar un camino en solitario enfrentándose a Shakespeare es un desafío que requiere tanto valor como audacia, tanta arrogante confianza en sí mismo como modestia que no ignora la inalcanzable grandeza del texto. Joel Coen lo ha superado. Su película, de momento, a la espera del juicio del tiempo, puede ponerse junto a las de Welles y Kurosawa. No es poco decir.

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