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Crítica

'Capitalismo, una historia de amor': La 'crisis ninja' de Michael Moore

Capitalismo, una historia de amor. Documental, EEUU, 2009, 120 min. Dirección y guión: Michael Moore. Fotografía: Daniel Marraccino, Jayme Roy. Música: Jeff Gibbs.

Buena parte del éxito y la visibilidad de los documentales de Michael Moore se debe a esa renovada y previsible ola de antiamericanismo que se ha extendido por el mundo durante los dos mandatos presidenciales de George W. Bush. Consciente de su discurso crítico, satírico y siempre a la contra (contra Bush se estaba siempre mejor), Moore ha sabido explotar como pocos un frentismo facilón y demagógico en el que buenos y malos ocupaban un espacio claro y delimitado en la dinámica documental de la misma manera que su ogro particular entendía el mundo en clave de western de serie B.

Así, película a película, hemos ido asistiendo al intento de desmantelamiento de un sistema en el que el paro, las armas, el miedo, la propaganda, las grandes corporaciones, los bancos o el sistema sanitario no eran sino piezas visibles de un control basado en las desigualdades, la explotación y un mal uso de la democracia por parte de una elite privilegiada en estrecha alianza con los mecanismos del poder electo.

Capitalismo, una historia de amor no añade nada nuevo al corpus del cine de Moore; es más, se trata de un filme de síntesis. Él mismo se encarga de recordarnos aquí que todo empezó con aquella Roger and me en la que se enfrentaba por primera vez, y en primera persona, molestando con su cámara, con los estragos del paro en su ciudad natal, Flint, Michigan, tras el cierre de la fábrica local de General Motors.

Veinte años más tarde, Moore sigue con su misma cantinela, sus mismos objetivos y sus mismos métodos, que se han ido acentuando hasta convertirse en pura marca de estilo. A saber, seguimos asistiendo a una mirada al mundo desde el personalismo de un showman que se cree gracioso y en posesión de la verdad; a un astuto y efectivo ejercicio de retórica documental en la que todo está previamente atado y bien atado; a una dialéctica de montaje guiada por el sarcasmo y la ironía en la que el mensaje queda siempre meridianamente claro. Seguimos viendo también a Moore enfrentado a policías y guardias de seguridad, atento y circunspecto (pura pose sentimental) antes los dramas individuales de los más desfavorecidos, a un Moore amigo de sus amigos, apelando a los valores fundacionales de la nación norteamericana y a sus mejores valedores (Roosevelt). Estamos, en fin, ante un auténtico patriota esencialista.

El problema reside, una vez más, en que tras la eficacia (algo cansina) y la vistosidad (innegable) de su discurso, animado por una agilidad acumulativa que no permite que nos paremos a pensar mucho tiempo, un discurso aliñado con músicas cinematográficas, testimonios emotivos y material de archivo muy bien reutilizado, no queda sino un mensaje tan ingenuo, incompleto y tendencioso como los mismos males, aquí los del capitalismo feroz en sus horas más bajas y sucias, que se pretenden desenmascarar.

Fiel a sí mismo y a sus incondicionales, Moore sólo sabe mirar para un mismo lado en su disección del proceso que ha conducido a esta última crisis, que arranca con la era Reagan y de la que, por supuesto, se ve la luz al final del túnel de la mano de Obama. Por el camino, Moore se olvida, sin embargo, de los dos mandatos de Bill Clinton. Como si los demócratas, los suyos, no hubieran tenido nada que ver con el asunto.

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