Crónicas del retornado

Viajeros

A los españoles nos encanta viajar. Eso se nota enseguida. Si usted se encuentra en la Gran Plaza de Bruselas, o en el Coliseo de Roma o en cualquier otra parte, no tardará en escuchar voces a bastante volumen en castellano y sus variantes regionales. Es que, ya lo decía León Felipe, los españoles hablamos muy alto. Eso tiene sus ventajas y sus inconvenientes, como casi todas las cosas, pero a mi me gusta, me hace gracia. Andaba el retornado en cierta ocasión por las montañas del Atlas, lugar no especialmente poblado, cuando le sorprendieron unas potentes voces hispánicas, concretamente leonesas y, más concretamente, maragatas, de la parte de Astorga. Como en nuestra expedición venía un amigo natural de esa ciudad, se puso contentísimo, y corrimos en busca de sus paisanos. Encima resultó que se conocían, porque al parecer en Astorga, como en Chiclana, casi todo el mundo se conoce. Pues echamos un buen rato de charla.

Parece que la pasión hispánica por viajar viene de antiguo, porque la monja gallega Egeria se dio un buen paseo por medio mundo entre los años 381 y 384 de nuestra era. Un viaje como Dios manda, porque se tomó su tiempo y aprovechó para detenerse y conocer gente por el largo camino.

Los auténticos viajeros, como Egeria, Ibn Batuta y Marco Polo, se tomaban las cosas con calma y no andaban corriendo como locos sin detenerse en ninguna parte.

Hace poco andaba leyendo el viaje alrededor siguiendo el ecuador de Mark Twain, que también se lo tomó con calma y fue registrando en su diario prolijamente todo lo que veía, la gente con la que se relacionaba y las costumbres de los países en que hacía escala. El señor Twain viajaba en barco, en tren o en medios locales de trasporte, y solía llevarse la cama, los muebles y un montón de bultos. Contrataba criados locales y, como buen yankee, procuraba financiarse el viaje a base de conferencias y cosas por el estilo.

Eso sí que es viajar, qué caramba.

El retornado ha tenido que viajar mucho, casi siempre para hacer algo, como impartir cursos, hacer reportajes, asistir a congresos o representar teatro. Rara vez como turista. Pero si le preguntan qué viaje exótico recuerda con más interés, responderá seguramente que un viaje en tren desde Sevilla a Barcelona en un vagón de segunda, uno de aquellos vagones con departamentos cerrados en los que uno hacía amistades, compartía la merienda o salía a fumar al pasillo para no molestar a las señoras ni a las monjas. Es que entonces la RENFE tenía contratadas, según creo, unas cuantas monjas emparejadas para cada ruta. En cambio los campesinos con tortilla de patata, filetes empanados y una guapa hija soltera viajaban por su cuenta, porque eran más independientes. En esos trenes se podía bajar y subir la ventanilla, y no como ahora, cuando los ferrocarriles son herméticos, probablemente para evitar las eventuales tentaciones suicidas de algunos pasajeros desesperados.

Opino que lo más importante de los lugares a los que se acude son las gentes que los habitan. La anécdota es la realidad. Por ejemplo, cuando estuve en Praga y Bratislava, porque Checoslovaquia todavía no se había roto, lo que más recuerdo no es el puente de Carlos, ni el Castillo, ni la casita de Kafka, sino el coche de mi intérprete, una señora judía bastante poco agraciada, pero muy maja. Se disculpó conmigo por no poderme llevar en su automóvil, porque estaba estropeado y no encontraba recambios:

-¿Será un coche importado?

-No, qué va, un Skoda.

Este hecho, agregado al terrible desabastecimiento que soportaba el país, más las masas de alemanes que andaban por allí para jugar y a buscar prostitutas jóvenes, se me quedó clavado en la memoria hasta la fecha.

Sobre todo, por contraste con los relatos de turistas actuales visitantes de Praga.

Es que el viajero medio actual es muy acelerado y suele estar dispuesto de verlo todo en muy poco tiempo. Hay muchos coleccionistas de lugares, que pisan apresuradamente y casi sin enterarse de qué es lo que realmente sucede por allí. Te traen, eso sí, unos imanes para el frigorífico o una pequeña esfinge egipcia. Como saben que has estado bastantes veces, por ejemplo, en Paris, intentan compartir contigo sus fotos de la Torre Eiffel, del Panteón o de Notre Dame, sin reparar que tu mejor recuerdo de la Ville Lumière es un pequeño restaurante cerca del Mercado de Les Halles, cuando este mercado aún existía, en el que una señora gorda y sonriente nos ofreció un exquisito Boeuf Bourguignon. Los Campos Eliseos no están mal, pero al lado de la frasca de Beaujolais que nos puso aquella señora, no hay comparación posible.

Caso extremo: una señora de Chiclana me contaba lo bien que lo había pasado en México, cosa comprensible. Lástima que su estancia se hubiera limitado a la playa de Cancún rodeada de otros turistas españoles.

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