Crónicas del retornado

Lotería

No cabe duda de que la lotería es un gran invento.

En primer lugar porque es imprevisible, completamente indeterminada. Las probabilidades de obtener un premio, según dicen los que saben de estadística, son muy escasas. Tan escasas, por ejemplo, como que se reinstaurase el trono de Bulgaria y que, por añadidura, se declarase principales aspirantes al mismo a mis amigos Curro o Manolo, quienes, con el placet de Su Santidad el Papa, acabarían siendo entronizados entre las aclamaciones del pueblo. Claro que en cuestiones dinásticas todo puede ser, porque no tiene guasa ni nada que una nenita rubia que lee bastante mal se halle abocada a convertirse en Jefa del Estado Español. ¿A que es curioso?

La lotería nos hace creer más en la humanidad, especialmente en su faceta más candorosa e ingenua. Eso lo saben muy bien los poderosos, que se esmeran en convencernos que un dudoso golpe de fortuna nos puede sacar de la mediocridad y colmarnos de dinero, ergo de felicidad. ¿Cómo que el dinero no hace la felicidad? Creo que he visto muchos más pobres infelices que ricos desdichados, así que no sé yo. De todos modos se juega y en Chiclana se juega muchísimo. En cualquier establecimiento de alimentación se puede escuchar: Anda, ponme un kilo de tomates, dos pepinos y el cupón de la ONCE.Dame un puchero con todos los avíos unos filetitos de pollo para la niña y ese número de ahí.

A mi me parece que jugamos en la oculta convicción de que no puede tocarnos, y, si nos tocara, íbamos a quedarnos bastante decepcionados, porque no era lo que teníamos previsto. Personalmente sólo juego en la Lotería de Navidad, igual que no como dulces, que me sientan como un tiro, más que en esas fechas y por inercia. Es entretenido poner la tele mientras desayunas y adormecerte con el ritornelo que te remonta a tu infancia, cuando lo que había era una radio bastante vieja, que tu padre le había regalado a tu madre con una paga del dieciocho de julio (que así se llamaba a la extra). Nunca me ha tocado; pero, si llega a tocarme, creo que me iba a parecer mal, porque tengo tanta costumbre de perder, que iba a experimentar un sentimiento de perplejidad ante semejante anomalía.

Hay dichos relacionados con el juego, como eso que se repite de que afortunado en el juego, desdichado en amores. Falso. Dicen que Giacomo Casanova inventó la lotería, en la modalidad que hoy conocemos como “primitiva” con el objeto de sacar de la bancarrota a una institución estatal y, de paso, apañarse unos dinerillos para su propia bolsa. Pues a ver quién me cuenta que al Caballero de Seingalt, título que Casanova se adjudicó por todo el morro, le iba mal con las señoras. A sus Memorias me atengo, porque siempre es divertido atenerse a un texto completamente mendaz y desvergonzado. Atenerse al pie de la letra a textos proclamados veraces, como son la Biblia, El Corán o al Talmud, normalmente conduce al aburrimiento, si no al fanatismo y a la mala leche.

Que al Estado le viene de perilla que se juegue a la lotería no hace falta demostrarlo. Cada año las arcas públicas se embolsan 2.636 millones de eurazos, sin contar con la reciente disposición que carga con un veinte por ciento de imposición en premios a partir del reintegro, o algo por el estilo. Es una forma de consolarse de los 60.600 millones irrecuperables de la brillantísima operación del rescate a la banca. Supongo que los banqueros todavía no se habrán recuperado del ataque de risa que les ha procurado mirar la cara de gilipollas que se nos ha quedado a los contribuyentes normales cuando les hicimos este pequeño obsequio. ¡Inocente, inocente!

El no va más en esto del juego debe de ser el de jugar a la Bolsa. Sé que hay muchas más personas que lo que parece que practican tal deporte. El común de los mortales no solemos entender que la Bolsa de Nueva York, la de Tokyo o la de Madrid suban o bajen equis puntos, y mucho menos a qué se deben esos altibajos. Lo que sí podemos intuir es que no se trata de una cuestión aleatoria, producto del azar, ya que, en nuestra ignorancia, también intuimos que hay unos pocos espabilados que manejan los hilos de la economía financiera, y que esos excelentes sujetos no lo hacen a tontas y a locas.

En este 2019, que finaliza, y probablemente en el venidero 2020 nos enfrentamos, por añadidura, a otro factor aleatorio: ¿tendremos o no tendremos una cosa tan supuestamente normal como es un Gobierno? Algunos tahúres del país parecen encantados con la posibilidad de que no nos tocase ni la pedrea, con el objeto de fastidiar al desalmado Pedro Sánchez. En este momento (cuando escribo) se espera que los Abogados del Estado, ataviados de niños de San Ildefonso, saquen una bolita buena. A ver.

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