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Tribuna

El niño Frankestein

  • Crónicas del retornado

LA señora Mary Shelley, que no tenía un pelo de tonta, me parece que quiso escribir un libro filosófico, y no una novela de terror, aunque el producto sí que resultase bastante pavoroso y la industria cinematográfica sacara muy buen partido de ello, resaltando especialmente los elementos terroríficos del “moderno Prometeo”. Prometeo, simplificando mucho, fue un titán que tuvo la osadía de robar el fuego de los dioses, personajes sumamente irritables, que tomaron cumplida venganza contra el osado, condenándole a ser permanentemente devorado (en la parte del hígado) por un buitre de muy mala uva. El hígado le volvía a crecer, con lo cual el voraz animalito nunca paraba de ensañarse contra el audaz. Podemos concluir, sin entrar en mucho detalle, que saltarse el orden superior dictado por los dioses o por la naturaleza, eso a gusto de cada cual, trae consecuencias perniciosas; así que más vale dejar las cosas como están y no meterse a redentor.

Cuando Victor Frankestein se propuso construir un superhombre a base de casquería de seres perfectos, le salió un par como unas tortas, como suele decirse y lo que obtuvo fue un sujeto realmente monstruoso. ¿Aclarado?

Me preocupa el afán con que determinados progenitores se proponen en fabricar hombrecillos y mujercitas perfectos desde la más tierna infancia de sus vástagos. Estos sobrenaturales sujetos acabarán obteniendo inexorablemente el éxito al llegar a la edad adulta, que ahí está la madre del cordero: una impregnante filosofía del éxito personal, que no consiste, desde luego en el logro de la felicidad, ni mucho menos a través de la “aurea mediócritas” (esa “dichosa medianía” de los clásicos). Por el contrario el triunfador será un profesional brillantísimo o un empresario de fortuna, en lugar de un modesto obrero eficaz y consciente, o una buena maestra, o un excelente poeta. Estos sujetos no salen en la prensa, ni reciben cuantiosas remuneraciones por su buen trabajo, ni nada de nada.

Pongamos el niño Sócrates Newton, de nueve años de edad (también podía ser la niña Hipatia Curie, que tanto da). Sus papás han seleccionado un colegio prestigiosísimo, privado, por supuesto, que incluye en su currículo el imprescindible inglés, el complicado alemán, el chino mandarín del futuro y las más avanzadas tecnologías, amén de un precoz formación empresarial. En horario de tarde se desarrollan actividades extraescolares, tales como la danza clásica, el boxeo tailandés, refuerzo de inglés, padel, atletismo (todas las disciplinas) y catequesis (la religión asignatura ya está copiosamente incluida en el horario lectivo). Esa criatura (femenina o masculina) nunca le dará leñazos a un balón en el parquecito próximo, ni participará en amistosas pedreas en el manchón vecino, porque, ¿de dónde va a sacar el tiempo? Por añadidura estas bárbaras actividades son gratuitas y no requieren una equipación especial, asi que, ¿qué mérito tienen?

El laureado cole tiene que estar lo más lejos posible del domicilio familiar, porque, si pillase al lado de casa, nos ahorraría la penosa tarea de traer y llevar a la criatura desde el quinto pino, de modo que no acumularíamos méritos suficientes. Por las hijos hay que sacrificarse mucho, muchísimo. La excelencia se consigue o no se consigue, lo que también implica gastarse un pastazo en el colegio, sea éste concertado o simplemente desconcertado. Estás claro que la subvención pública no es suficiente para cubrir los cuantiosos gastos derivados de una educación tan especial, así que el centro propondrá cuotas “voluntarias” para subvenir a ella. Los papás del pequeño Sócrates o de la infante Hipatia serán, entonces, ricos. ¡Qué va! Se trata de modestos asalariados, pero dispuestos a que su nene alcance las elevadísimas cotas sociales que ellos nunca pudieron obtener a causa de su humilde origen, aunque ello suponga recortes y privaciones en los restantes capítulos del presupuesto familiar. También es muy hermoso que los vecinos y conocidos contemplen la llegada o retorno del escolar en vistoso uniforme, en lugar del chándal o la sudadera característico en los afines que se educan en el colegio público del barrio. ¡Faltaría más!

El retornado ignora cuál será el futuro que aguarde al niño Frankestein. ¿Saldrá la jugada y llegará a las más elevadas cotas económicas y sociales? ¿Por el contrario, acabará siendo un sujeto normal y corriente incorporado a la omnipresente clase media, a la que, por lo visto, ahora pertenece todo el mundo? ¿Acabará completamente rebotado contra sus diligentes progenitores y sus sapientísimos maestros y derivará en golfo redomado? Pues cualquiera sabe, o, por lo menos yo no lo sé. Seguramente porque mis respetados padres se negaron a financiarme un máster en profecía, impartido en alguna prestigiosa Universidad de esas que, previo pago de su importe, te proporcionan una fastuosa titulación, asistas o no a las clases y realices o no los trabajos de fin de estudios. Dejemos, pues, el asunto en incógnita.

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