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Laurel y rosas

A Manuel Chaves, testimonio de una generación

Es preciso despedirse de lo viejo para que lo nuevo cabalgue en nuestras vidas. La celebración del Nuevo Año –con el solsticio de invierno y, en consecuencia, la Navidad incluida– es sin duda paradigma de lo que dejamos atrás. Esa transición entre la Nochevieja, con sus uvas a las doce, y el día de Año Nuevo es más que simbólica: el paso desde la oscuridad a la luz lo recibimos con algarabía, con fiesta, con alegría porque inaugura un nuevo ciclo, una nueva edad, un nuevo tiempo. Pero este año, a diferencia de las últimas décadas, hemos reconectado con lo que en origen nunca debíamos haber perdido: el inevitable adiós, la necesidad de despedirnos, la obligación, si cabe, de ser conscientes de qué dejamos atrás. Este año es la muerte que vino con la pandemia, con la nueva gripe, con la impotencia.

Esas muertes –injustas como todas– han tenido en cambio una consecuencia: la renovada necesidad en la noche que despide el año de traer al recuerdo a los que ya no están, a los que no consiguieron superar este año que se ha acabado y se quedaron atrás en el camino de la vida. El hecho de no haberlos podido despedir como merecían ha hecho que el hueco que dejan sea aún más grande. Quienes han perdido a un ser querido saben, en cualquier caso, que en Nochevieja siempre se acuerdan, que la ausencia es más que una silla vacía y sigue siendo inconsolable. Pero lo cierto es que este año: esa memoria, ese recuerdo, lo hemos compartido todos. Ha dejado, de alguna manera, de ser íntimo para ser público. Y mostrarse colectivamente.

El filósofo Javier Gomá sostiene que hay una gran diferencia entre anticipar la idea de muerte y tener experiencia inmediata de ella. Y es cierto. Y esto es lo que nos ha pasado como sociedad en el año que despedimos. El mejor adiós es siempre la pervivencia del recuerdo. Así que, en consecuencia, quería dar el adiós a un buen hombre que al final de este infausto año también nos dejó: mi tío Manolo Chaves Aragón, que muchos reconocerán como Manolo el Aceitunero. Y que se fue entre un dolor inmerecido, de esa enfermedad silenciosa e inmisericorde que es la Esclerosis Lateral Amiotrófica, reconocida por las siglas ELA. Toda la vida trabajando sin descanso, detrás siempre del puesto de la Plaza, para que la muerte injusta le haya alcanzado de esta manera.

Pervive su recuerdo. Siempre en la Plaza, por supuesto. Repartiendo aceitunas con la vieja Citröen dos caballos. En la espartería de Joaquín Ramos Rivera en la calle Fierro, en donde también estuvo el primer almacén de aceitunas. Cocinando siempre generoso. Las paellas de La Salle y el gazpacho caliente de la familia. Atento a todo y a todos. En la cofradía de Afligidos. Con la caña pescando en la playa. En La Barrosa bajo el toldo de las casetas. Persiguiendo chocos en Las Piedras. Viendo a Perico subir Luz Ardiden en la televisión en su primer Tour. En la Feria cocinando y poniendo orden en la Caseta de la antigua Cooperativa de San Juan Bautista. Siempre con mi tía Fernanda desde los trece años. Con mis primos, Jesús, Nanín, Mari Carmen y Juan Francisco. Con los cinco nietos.

La Asociación Filatélica Chiclanera (ODA), de la que era socio, le otorgó durante el Ciclo Cultural de este último año su reconocimiento, denominado “Juan Barberá”. La afición al coleccionismo siempre le acompañó. Monedas, billetes, sellos, zippos. También fotografías. Y esa fue una de sus últimas misiones: organizar y repasar las fotografías de aquella Chiclana en blanco y negro de la que también fue protagonista. Más de cincuenta años de historia familiar, de anécdotas y de risas. También detrás de la cámara, como su hermano José, con el que siempre compartió la venta y reparto de aceituna, pero también la pasión por la fotografía, la playa, la historia… Por la curiosidad, al fin y al cabo.

En “El infinito en un junco”, Irene Vallejo cita la descripción que en el siglo II hace un anónimo romano acerca de la importancia de la educación, a mi me lo ha recordado: “La riqueza es una dádiva de la suerte, que la quita y la da. La gloria es inestable. La belleza es efímera; la salud inconstante. La fuerza física cae presa de la enfermedad y la vejez. La instrucción es la única de nuestras cosas que es inmortal y divina. Porque solo la inteligencia rejuvenece con los años y el tiempo, que todo lo arrebata, añade a la vejez sabiduría”. Así, creo, que era también.

Mi tío Manolo ha sido, ante todo, testimonio de una generación, la nacida en la posguerra –él lo hizo en 1942– que comenzó a trabajar de niño y nunca lo ha dejado de hacer. Una vida dedicada, primero, a la espartería y después al puesto de la Plaza, antes y después del traslado a la plaza de las Bodegas. Toda una vida de lucha permanente, de entrega. Por y para la familia. Inevitablemente, en este Nuevo Año comparto un deseo de prosperidad, salud y esperanza para todos, pero permitidme que el abrazo y los besos sean para mi tía Fernanda y mis primos: Jesús, Nanín, Mari Carmen y Juan Francisco. Ellos saben mejor que nadie lo duro que ha sido el año que dejamos atrás.

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