Crónicas del retornado

Los americanos

Los americanos son muy importantes. De eso no cabe la menor duda.

En estas fechas han saltado a las primeras páginas de la actualidad, si es que alguna vez no las habían acaparado anteriormente. Y eso a cuenta de las singulares Elecciones Generales a la Presidencia y a las cámaras legislativas. Contemplamos con cierta perplejidad cómo el mismísimo Presidente se dedica a poner en tela de juicio su propio sistema democrático, lo que no encuentra parangón en los anales de nuestra historia. Porque presidentes indecorosos, sí que hemos tenido, pero nunca han llegado al nivel de desvergüenza que está exhibiendo el indecente Donald Trump.

Ahora me voy explicando por qué cada vez que he aterrizado en Estados Unidos por un motivo u otro he tenido que firmar un papelito en el que declaraba, entre otras minucias, que no abrigaba la más mínima intención de cargarme al Presidente. Y era rigurosamente cierto en lo que a mi respecta; pero se ve que si hay personas de malos instintos dispuestas a cometer un magnicidio de ese volumen. Que yo recuerde, murieron asesinados Abraham Lincoln, James Garfield, William McKinley y John F. Kennedy, un triste record, la verdad. El cine norteamericano ha abundado en el tema de las amenazas sobre la vida del Presidente.

No deseo en modo alguno que la tradición magnicida se perpetúe contra el ciudadano Trump, pero unos buenos azotes en su gordo culo no le irían nada mal. Los americanos sabrán.

Como decía al principio, los americanos son muy importantes y han estado muy presentes en mi vida personal.

Mi primer contacto con ellos tuvo lugar en pozuelo de Alarcón, entonces pequeño pueblo de Madrid donde vivía mi familia y donde se alojaban bastantes militares de la base de Torrejón. Aquellos seres nos producían mucha curiosidad a los chavales, que incluso llegamos a indagar en sus basuras para enterarnos de qué puñeta comían. A nuestros padres aquellas inspecciones les llenaban de indignación y nos las prohibían vigorosamente. Mi padre llegaba a hablar de “el ejército norteamericano de ocupación”.

Por aquellas mismas fechas comprobé cómo se las gastaban aquellos militares. Fue con ocasión de una visita escolar a la base. Como me gusta mucho dibujar, me puse a pintar en mi cuaderno uno de los aviones que estaban en la pista, distracción de la que me sacó un enorme soldado americano, que se me echó encima berreando pistola en mano. ¡Menudo susto!

Volví a coincidir con ellos en Sevilla, porque la urbanización destinada al alojamiento de profesores era compartida con las viviendas en que se alojaban los militares americanos de Morón. Nos hicimos muy amigos de la familia del Mayor Stanton y hasta mi padre confraternizó con aquel amistoso oficial. Yo me convertí en inseparable de su hijo Larry, gracias a lo cual descubrí las delicias de la fabricación casera de explosivos y, sobre todo, la manteca de cacahuet, producto que entonces me entusiasmaba y que hoy he llegado a odiar de corazón.

Sin perjuicio de aquel amigamiento, la primera manifestación estudiantil en que participé fue precisamente contra los americanos. Se convocó a demanda de una estudiante portorriqueña y no recuerdo el motivo exacto, pero allá que fuimos. Lo que sí recuerdo es la eficacia de las porras de los grises a caballo y la de los camiones cisterna. En aquella ocasión también comprobé la no menos probada eficacia de los garbanzos crudos arrojados al paso de los caballos. Patinan que es una delicia, los pobres animales.

El siguiente encuentro acaeció en la Universidad y fue de los mejores. James G. Colbert era un bostoniano muy inteligente e ingenioso y con él entablé una amistad de las buenas y provechosas, a más de duraderas. Jim estaba muy interesado en Witgenstein y en la lógica matemática. Se casó con una moza de Aribe muy lista y simpática y acabó marchándose a Harvard. Me invitó a su casa en West Roxbury y hace tiempo que no sé nada de él. También andaba por Pamplona Roger Follansbee, que tocaba muy bien la guitarra y nos hicimos bastante amigos.

El siguiente paso en esta caleidoscópica relación me vino cuando andaba por las Américas por encargo ora de la O.I.T., ora de la Fundación Friedrich Ebert, dedicado a la cooperación sindical. En diversos países latinos tuve la mala suerte de topar con los molestos agentes de una especie de fundación para el desarrollo del “sindicalismo libre”, longa manu de la C.I.A., que se dedicaban a comprar sindicalistas a golpe de dólar en su infatigable lucha “contra el comunismo”. Creo que los sindicalistas europeos no les gustábamos nada y hasta intentaron catequizarme algunas veces. Sin éxito, claro.

En conclusión: me es muy difícil hablar de los americanos genéricamente y sin entrar en matices, pero también en mi vida han sido importantes, muy importantes.

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