LXVI Trofeo Carranza | El otro partido

Feliz regreso al templo de la guasa

  • El público vuelve al estadio con toma de temperatura y controles férreos en los accesos

  • Tarda en entrar en calor, como el equipo, pero demuestra que no ha olvidado pasarlo bien

El público pudo volver al fin al estadio cadista.

El público pudo volver al fin al estadio cadista. / Jesús Marín

Decían los clásicos que quien no ha visto toros en El Puerto, no ha visto toros. Adaptando esta máxima al mundo del balón sería justo decir que quien no ha visto fútbol en Cádiz, en el templo del cadismo, lo bauticen como lo quieran bautizar, no ha visto fútbol. El ingenio, la gracia, la guasa del gaditano, reconcentrada durante meses por la prohibición de entrar en su estadio, fluyó ayer como una riada que, encima, encontró al resultado como aliado y a una segunda parte con un equipo amarillo más entonado y tuteando a un Atleti que poco se pareció al campeón liguero. Fue ese el momento en que se acordaron del hijo de Simeone, al que llegaron a llamar enchufado justo antes de que errara el penalti decisivo; de Oblak, al que recordaron su extraordinario parecido con el cuartetero Yeray; y hasta les dio tiempo a cantar que estaban sin mascarillas en plena quinta ola pandémica, la responsable de que apenas unos 4.000 cadistas, tan alejados entre sí como si se guardaran inquina, pudieran presenciar el partido en directo.

El regreso a la basílica de la guasa comenzó con controles férreos en las puertas del estadio. Allí tomaban la temperatura, examinaban la entrada impresa y el DNI para comprobar que coincidieran, y ya dentro, había una fila de asientos libre en el graderío entre cada dos. En las cuatro gradas del estadio —quizá salvo en el palco de autoridades, donde creo que había más del 25% de colados permitido por las autoridades sanitarias— los aficionados mantenían como mínimo esos dos asientos libres de distancia. Alguno, eso sí, no se habituaba. Por ejemplo, miembros de Brigadas Amarillas, que casi suplicaban a los porteros que les dejaran ubicarse en Fondo Sur, su esquinita sagrada. Pero no hubo forma de ablandar sus corazones.

El otro partido tardó en calentarse tanto como el que se jugaba en el césped. Los cadistas parecían cortados, apenas si se animaban a cantar para acompañar a Manolo Escobar en su himno del Trofeo. Incluso el pasodoble de Manolo Santander sonó desafinado. Pero claro, poco a poco apareció el árbitro —Árbitro, estúpido, llegó a llamarlo un aficionado adaptando su nivel de insultos a los máximos permitidos por la federación— y el cadismo despertó. La tomó con el chaval de Simeone, altanero toda la noche y con bastantes menos hechuras de gladiador que su padre, y desde la bronca fueron creciendo tanto el equipo como la afición. Fue un ensayo, apenas un chupito tras tantos meses de abstinencia forzosa, pero está claro que el cadismo, como ocurre con todas las adicciones, no se cura con el tiempo.

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