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Crónicas del Trienio en Cádiz

El desafío de Cádiz al Gobierno

  • En Cádiz el enfrentamiento entre las distintas facciones del liberalismo se puso de manifiesto ya a los tres meses de la formación del Gobierno con la disolución del llamado Ejército de la Isla

El general Antonio Quiroga. Grabado francés de 1821

El general Antonio Quiroga. Grabado francés de 1821

Conforme el Trienio comenzó su andadura, se dio paso tras las elecciones correspondientes a la apertura de las nuevas Cortes y a la formación de un Gobierno constitucional que debería regir los destinos de la Nación. En principio, todo hacía pensar que con estos supuestos institucionales el devenir político transcurriría con la normalidad propia de las libertades emanadas de la Constitución. Sin embargo, pronto se puso de manifiesto una dualidad de posturas en el seno del liberalismo español que provocaron casi de inmediato una fractura insalvable en esos tres años (1820-1823).

De un lado, los llamados ‘moderados’, que gobernaron en la primera mitad de esta singladura y cuya orientación política se basaba en acatar la Constitución de 1812, pero sin intención alguna de renovarla en lo más mínimo como no fuera para dotar de más poder a la Corona. Entre sus principales prohombres figuraban destacados diputados del Cádiz doceañista, como Pérez de Castro, Martínez de la Rosa o el propio Argüelles, muy lejos ya de las ínfulas innovadoras de ocho años antes. De otro, los ‘exaltados’, según la terminología del momento, políticos de la nueva ola nacida con la revolución de 1820, partidarios de desarrollar la Constitución hasta sus últimas consecuencias y de dotarla de un impulso más ‘progresista’.

Entre ellos estaban Quiroga, el controvertido Romero Alpuente o el mismo Riego. Los dos primeros resultaron elegidos diputados y aceptaron participar dentro del sistema, en cambio Riego decidió actuar al margen de la dinámica política, propiciando un buen número de protestas y algaradas que le costaron más de una sanción. Estas dos posturas, prácticamente irreconciliables, suponen de hecho el nacimiento, más bien el germen, de los futuros partidos políticos en España.

Como máxima autoridad del Estado figuraba el Rey que, aunque muy limitado constitucionalmente y a veces objeto de burlas y chanzas (el célebre ‘Trágala’), astuta y pacientemente guardaba en su manga dos ases que a la larga le devolverían el poder absoluto. Uno era la lucha constante entre los propios partidos constitucionales, que acabarían dando al traste con el sistema. El otro consistía en que la muy conservadora Europa del momento, que mostraba un gran rechazo a la Constitución de 1812, tarde o temprano intervendría en su favor. Ambas cosas acabarían cumpliéndose en 1823.

La revuelta urbana de Cádiz

En Cádiz este enfrentamiento entre las distintas facciones del liberalismo se puso de manifiesto ya a los tres meses de la formación del nuevo Gobierno cuando, alegando razones tácticas, dispuso la disolución del llamado Ejército de la Isla, núcleo central de las tropas sublevadas en enero de 1820 y que era visto con evidente recelo desde Madrid. Esta medida produjo un creciente malestar en la ciudad, donde el elemento exaltado gozaba de un empuje considerable. Incluso hubo alusiones a un pretendido republicanismo de las tropas que el diputado por la provincia, Gutiérrez Acuña, se apresuró a desmentir, acusando de crear bulos infundados a “los elementos reaccionarios, que todavía siguen alzando sus voces”. A pesar de todo, la orden de disolución siguió adelante, compensándose con premios y distinciones a los mandos y una serie de emolumentos a los soldados en función de sus años de servicio.

En los meses sucesivos se fueron produciendo una serie de revueltas por las principales ciudades que pusieron en jaque al Gobierno, acusado de demasiado conservador, sobre todo por la destitución de Riego como capitán general de Aragón. En Cádiz todos estos sucesos alcanzaron especial intensidad si le sumamos el nombramiento del general Francisco Javier Venegas, considerado desafecto a la Constitución, como comandante general de Cádiz. Hubo motines y algaradas callejeras durante unos días y una concentración ante el edificio de la Aduana, residencia del jefe político (gobernador civil) Francisco de Jáuregui, donde se expuso que tal nombramiento era “un golpe a la libertad”. El Diario Mercantil estimó en unas cinco o seis mil personas el número de manifestantes allí congregados.

Fue entonces cuando Jáuregui, tal vez por la presión popular, hizo causa común con los amotinados y las autoridades municipales que también iban en la misma línea, a las que se sumaron las de la vecina San Fernando, llegándose a pedir “cambiar a todos los ministros”. Hasta en el Teatro Principal, entre las diversas coplillas políticas entonadas, se dejó oír que “esto va de mal en peor”. Aunque Madrid cedió y mandó un nuevo comandante militar en la figura del Barón de Andilla, este gesto exacerbó aún más a las autoridades gaditanas, pues de nuevo se oyeron objeciones contra su persona, acusada igualmente de no mostrar simpatía alguna por la Constitución. El duro comunicado de Jáuregui no dejaba lugar a dudas, al expresar que no podían acatar las resoluciones de un “ministerio criminal por inepto”. Así pues, lejos de solucionarse, el problema se complicó aún más.

Moreno de Guerra, un precedente del cantonalismo gaditano

La firmeza de las autoridades de Cádiz y San Fernando en su desafío al Gobierno causó una corriente de solidaridad en buena parte del resto de España, que consideró el caso gaditano como un paradigma para controversias parecidas. Sevilla, sin ir más lejos, también se sumó a la causa, con lo que a finales de 1821 el movimiento insurreccional cada vez se hizo más patente, augurando un cambio político en las inmediatas elecciones del año siguiente a favor de la facción exaltada.

Aquí se marcó el punto de inflexión de una crisis que lo que venía a poner de relieve era el grado de radicalismo del liberalismo gaditano, surgiendo en esa deriva nuevos activistas decididos a dar un nuevo giro de tuerca a la situación como fue el caso de José Moreno de Guerra, quien llegó a proponer un estrambótico conato independentista de matiz cantonalista y hacer de Cádiz poco menos que una ciudad libre al modo hanseático. Naturalmente, todo ello no hubiera sido posible sin el empeño de las autoridades gaditanas de seguir adelante en su pulso contra Madrid.

Con todo, pudiéramos pensar que estaríamos ante una conciencia pública democrática y bien organizada que iba adquiriendo visos de cierto republicanismo. Sin embargo, todo este extremismo empezaba a dar la impresión de ser más aparente que real, más teatral que efectivo y más de cara a la galería que consecuente con unos fines concretos. El gobernador Jáuregui, aunque al frente de una revolución que también contaba con el apoyo de estratos burgueses, de la Milicia Nacional y parte del Ejército aquí acantonado, empezó a temer que la situación pudiera escapársele definitivamente de su control. Al decir de Alcalá Galiano, Jáuregui era un hombre honrado que si se empecinaba en seguir en su puesto, a pesar de lo comprometido de la situación, era porque no quería que otras personas “de mala especie” lo ocuparan. Finalmente, tras enconados debates en las Cortes con mutuas acusaciones entre moderados y exaltados, serían las negociaciones la única forma de resolver una crisis que estaba alargándose demasiado y resultando bastante engorrosa para unos y otros. Todo se zanjó con la aprobación final del barón de Andilla y la llegada a principios de enero de 1822 del coronel Joaquín Escario como nuevo jefe político en sustitución de Jáuregui, que insistía tenazmente en justificar su conducta.

En cuanto a José Moreno de Guerra, resultaría elegido diputado por la provincia para la legislatura 1822-1823, una vez que los exaltaron consiguieron el poder en aquellas elecciones. Siempre crítico con el ‘moderantismo’, antes quienes le tacharon de simpatías republicanas, expresaría que “como Rey constitucional, mientras lo sea, lo respeto y respetaré siempre”. Tras la reacción absolutista y las medidas represivas tomadas a partir de 1824 fue condenado a muerte, por lo que se vio obligado a huir de España. En su viaje camino de Inglaterra murió en extrañas circunstancias, no faltando quienes quisieron ver la larga sombra del Rey en todo ello.

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