Levantera

Dormir en tiempos difíciles

  • Pocos consejos pueden conciliar sueño y calor. Tal vez la noche meridional esté para disfrutarla.

Todo aquel que tenga insomnio recurrente, horario invertido o, simplemente, inercias noctívagas, mentarle el verano es mentarle a la bicha. Y eso que los veranos, por estos lares en concreto, permiten por lo general la respiración, el no achicharramiento, las constantes vitales. 

Los consejos que se repiten cada año, en cada ola de calor, suelen oscilar entre la perogrullada y, para los que han sufrido alguna vez la mordida de noches dignas de Tennessee Williams, el insulto a la inteligencia. Hay que llevar una rutina firme –lo propio del verano, es sabido–. Cafeína y excitantes, prohibidos –¿Y cómo sobrevivo durante el día? Que lo mismo soy controlador de vuelo.O cirujano. O he de rendir intelectualmente. O hacer crucigramas–. Crear en la habitación un ambiente fresco –sí, en eso estamos de acuerdo. No hay más que entrar en el dormitorio con unas gafas de detección térmica y echar a todo lo que se mueva–. Hay que dejar los problemas a un lado y no pensar obsesivamente en que no se puede dormir –no pienses en un elefante rosa, no pienses en un elefante rosa, no pienses en un elefante rosa...–. La cama es para dormir: la tele se ve en el salón. Y se lee allí también. Y se juega a las palmitas en el salón, también. Todo fuera. Todos fuera. La farmacéutica Meritxell Martí sustenta estos y otros consejos, y da respuesta a las dudas comunes sobre el descanso en el libro Vivir sano, sentirse bien, en el  que ayuda al lector con trucos, recomendaciones e información: “Si no se duerme lo suficiente, el cansancio se acumula, tanto si no se descansan las horas necesarias como si la persona se despierta varias veces durante la noche o el sueño no es profundo”, explica.

En mí, desde luego, habita  una guerrera ninja de la canícula. Pasé los veranos de mi infancia en Extremadura antes de que el aire acondicionado fuera un invento generalizado –no quiero hablar de ello–. Estudié en Sevilla durante cuatro años con más o menos el mismo problema –la existencia era dura en los viejos tiempos modernos, como prueba esa Marilyn desesperada por el aire acondicionado en La tentación vive arriba–. La barriga de fin de embarazo la pasé en el verano más tórrido desde que existen registros –y a la pregunta de si no creí morir, la respuesta es sí: creí morir muchas veces. Y en ocasiones, también me creí capaz de matar. Y agradezco infinitamente a los creadores de todo CSI, The Closer y Mentes criminales la ristra choricera de capítulos en bucle que llenaban las madrugadas estivales y que, estoy convencida, me salvaron de abrazar la demencia–. Y es que uno puede bromear todo lo que quiera, pero la falta de sueño  –como los torturadores han sabido históricamente– es un mal de desgaste insidioso. Quien lo vivió lo sabe –El maquinista: qué buena película para ver una de estas noches, por cierto–. 

Al fin, tras acumular muchas jornadas de desesperación, uno termina rindiéndose a la madre de la ciencia. “Tienes que aprender a vivir con el calor, ponerte una toalla húmeda en la cabeza, hacerte un café...”, me aconsejaba una compañera de facultad, a la que la sartén de Andalucía le debía haber frito el seso. Los de Minnessotta no se toman con una sonrisa y actitud estoica los treinta grados bajo cero. Yo tampoco los cuarenta sobre cero. No es una cuestión de llevarse bien: es una lucha descarnada entre un medio hostil y uno mismo. Aunque, como decía, las mejores armas sean las de la experiencia: las toallas húmedas en la cabeza, sí –menos dramáticamente, aprendí después, agua helada en las muñecas–. Seguir el ritmo que marca el día, sin imponerse contrasentidos absurdos. La siesta surgió como algo más que una moda adoptada por el hipsterismo guiri:era una necesidad. Durante mucho tiempo, el sueño se dividía en tramos: no se dormía de seguido, tal y como hacemos ahora. En verano, las horas propicias eran poco antes de la amanecida y la media tarde, cuando la naturaleza en pleno cae desplomada por el calor. Y en la noche se vivía, porque era además cuando el aire se hacía respirable: la charla de las vecinas de madrugada, reunidas en torno a las casapuertas, es una manifestación aplicada de lógica empírica. 

Lo mismo, en verano, la madrugada –las pequeñas horas, que llaman los ingleses– es el momento de la tertulia, del cine tardío, de la tele nostálgica, del ponerse al día con la lectura, de salir a correr. Las sesiones de teatro en Mérida –el momento estelar de mis vacaciones infantiles– comenzaban, comienzan, rozando la medianoche:nadie lo ha visto jamás como un estrambote ya que antes, hasta el suelo jadea. El verano meridional es para sucumbir y vivirlo de noche. Cualquier otra cosa es perversa. Y lo sabes. 

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