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Crónicas del Trienio en Cádiz | una ciudad castigada por los acontecimientos que le tocó vivir

Cádiz, una ciudad en decadencia

  • El buen momento que vivía Cádiz se quebró en los estertores del siglo XVIII con la Guerra de la Independencia y la aparición de los movimientos independentistas en Hispanoamérica

Grabado 1846 (Francisco P. Mellado).

Grabado 1846 (Francisco P. Mellado).

En 1846, el periodista y editor granadino, Francisco de Paula Mellado, en un viaje que hizo por España y que luego publicaría en tres tomos, al visitar Cádiz le llamó la atención lo decaída que estaba su actividad comercial, aunque sin perder todavía cierta consideración. Por entonces, la ciudad ya había bajado en población respecto a épocas pasadas, cifrándose en 52.642 habitantes (padrón de 1847), muy lejos, por tanto de los 71.499 del padrón de 1786.

En términos generales podemos decir que Cádiz durante el Trienio era una ciudad que, aunque todavía conservaba parte de su rico pasado, en muchos aspectos se encontraba ya en notable declive. Desde que en 1717 Cádiz consiguió ser el único puerto para el comercio de Indias, la ciudad vivió una notable oleada de prosperidad . Todavía en los últimos años del siglo XVIII, a pesar de estar abolido el monopolio del comercio americano desde 1778, se registraron importantes movimientos comerciales que demostraban la vitalidad de la ciudad. Así, el "Almanaque Mercantil de 1795" presentaba en Cádiz 61 corredores de lonja, 86 directores de compañías de seguros, 119 comerciantes navieros y 15 cónsules pertenecientes a otros tantos países extranjeros. Sin embargo, al declinar el siglo XVIII, la ciudad empezó a arrastrar una cierta decadencia que se complicó aún más con la Guerra de la Independencia y la aparición de los movimientos independentistas en Hispanoamérica. Por su parte, las Cortes de Cádiz, inmersas en su propia tarea legislativa, se vieron impotentes ante este cúmulo de circunstancias adversas y en 1814, con la vuelta al absolutismo, otra vez volvieron a ejercer su poder las viejas clases dirigentes y a imponerse las ineficaces políticas pasadas. En 1816, con ocasión de la visita a Cádiz de la princesa María Isabel de Portugal, futura esposa de Fernando VII, el gobernador de la ciudad, marqués de Casteldorius, en su discurso de bienvenida pidió medidas urgentes "para evitar la ruina de este desgraciadísimo comercio".

Con todo, a partir de 1820, la política aplicada durante el Trienio también se mostró incapaz de resolver el grave problema económico, pues ni los intentos liberalizadores del comercio con Ultramar, ni los deseos de llegar a un armisticio con los rebeldes americanos, ni mucho menos las reformas del sistema de Aduanas, pudieron detener lo que ya era irreparable. Para colmo, la autorización del libre comercio con las Islas Filipinas fue otro duro golpe para el comercio gaditano y, aunque las quejas conjuntas del Ayuntamiento, Diputación Provincial y Consulado de Cádiz no se hicieron esperar, lo cierto es poco pudieron hacer para revocar este decreto liberalizador. Incluso, el 13 se junio de 1821 se llegó a decir públicamente en las Cortes que el pueblo español "nadaba en la miseria", echándose de menos "los metales preciosos que han salido para el extranjero y que no han sido reemplazados por las flotas que venían antes de nuestras Américas".

A fines de 1821 el Diario Mercantil, en su análisis sobre el comercio de la ciudad, expresaba que seguía "en la misma situación miserable" y que caminaba "rápidamente a su ruina", resultando evidente "la pérdida de esta hermosa ciudad si su gobierno no la socorre con poderosa mano". Pocos meses después, en febrero de 1822, los comerciantes gaditanos hacían ver a las Cortes su preocupación por la ruptura del comercio con las nuevas repúblicas americanas independientes, agravada por no respetarse las propiedades de los peninsulares. Como posible solución se apuntaba hacia el respeto de esas propiedades, con el compromiso de admitirse en la Península las futuras expediciones provenientes de América y los mismos derechos que antes de la independencia.

La proliferación del contrabando

En la curiosa "Descripción de Cádiz de 1823" (Madrid, Imprenta Real) ,cuando se alude al carácter de sus habitantes, refiriéndose a "la gente culta", podemos leer que "es agradable, franco y amable", en cambio, respecto al resto de la población, indica que "es grosero, aunque jocoso, amante de la ociosidad y dado al contrabando". Este último detalle, independientemente de las generalizaciones y estereotipos al uso, sí venía a ser, en gran medida, un dato muy a tener en cuenta.

Una de las consecuencias inevitables de las fuertes medidas proteccionistas de los anteriores gobiernos fue la proliferación del contrabando, que acarreó el consiguiente perjuicio a la economía nacional y el lucro de quienes lo ejercieron. Ya en la segunda mitad del siglo XVIII fueron numerosos los casos repartidos por la costa gaditana algunos de ellos de muy alto nivel. Ahora, en el Trienio, en unos momentos de clara crisis económica, se potenció esta práctica no sólo en Cádiz sino también en algunas zonas de su provincia, preferentemente el Campo de Gibraltar, muy propicio para este delito por su cercanía a la plaza británica y por los latifundios muy poco explotados, con una población desocupada casi todo el año, siendo llamativo, además, el hecho de que esta práctica del contrabando pasara de padres a hijos.

Por lo que se desprende de las fuentes consultadas, era notoria la impunidad con que se vendían públicamente los productos de contrabando ante la mirada condescendiente de los agentes de la ley. Así, según la prensa gaditana, no pueden ser más contundentes las quejas de los hombres de la Policía y la Milicia Nacional al considerarse "en situación embarazosa... al ver salir en libertad a individuos que pocos días antes han salido arrestados in fraganti por varios delitos". Por supuesto, todo ello también fue objeto de asombro y atención de los visitantes extranjeros, que se extrañaban, como Richard Ford, que esta práctica estuviera tan extendida a pesar de que "no hay delito que sea castigado más terriblemente en España que el contrabando de tabaco". Asimismo, les chocaba sobremanera que los agentes encargados de su vigilancia apenas tuvieran el menor pudor en ocultar su propia venalidad, como le ocurrió a Alexander Shidell, quien, al llegar al preceptivo control de la aduana de Cádiz, logró salir con la gratificación al funcionario de turno, "no pasada a escondidas, sino entregada a la vista de todo el mundo". Era, por tanto, de dominio público la connivencia de contrabandistas con los funcionarios de aduana.

En estos inicios del Trienio, ya el problema empezaba a preocupar seriamente a las autoridades locales que denunciaban "la multitud de contrabando en escandaloso y absoluto abandono". No solamente era el puerto el lugar exclusivo, sino que, como se denunció en un pleno de la Corporación Municipal, se utilizaban otros sitios más "sofisticados" como los conductos que desembocaban al mar por la Caleta. En consecuencia, el Ayuntamiento publicó un Manifiesto el 22 de agosto de 1820 en el que se anunciaban ejemplares castigos, no especificados, contra los contrabandistas, a la vez que se volvía a denunciar "el escandaloso y detestable arrojo con que muchos de sus habitantes, abandonando sus talleres, el ejercicio de sus profesiones y la tranquilidad civil y doméstica de su familia se dedican al comercio clandestino, introduciendo contrabando de todas las especies".

No faltaron las voces que repetidamente pedían una solución drástica al problema, arremetiéndose, de paso, contra el propio sistema liberal por permitir que una serie de individuos, interesados en mantener sus antiguos privilegios, especialmente funcionarios de Hacienda y Aduanas, estuvieran implicados en el contrabando y hasta conspiraran permanentemente contra el propio sistema. Tampoco quedaron atrás, en este tipo de denuncias, quienes abogaban por las excelencias de las manufacturas españolas frente a las extranjeras en un intento estéril por suprimir el contrabando. Pedían una toma de conciencia ante "la fatal preferencia que damos a los productos extranjeros, siendo inferiores a los nuestros". El Diario Mercantil de 30 noviembre 1822 incidía aún más, habida cuenta de que "las manufacturas españolas apenas encuentran comprador si no se supone fabricada en el extranjero". En una Memoria enviada por los comerciantes gaditanos a las Cortes se hacía la siguiente reflexión, a modo de denuncia: "¿Cómo puede ser justo que una fanega de cacao de Guataquil que vale cuatro pesos al tiempo de su embarque, haya de pagar a su entrada en la Península más de siete pesos de derechos y el de Caracas más de once, con lo cual no solo se facilita el contrabando, sino que se aminora el consumo y se destruye el cultivo de tan precioso fruto?.

La petición de un Puerto Franco

Como posible solución, pronto surgieron diversas peticiones tendentes a alcanzar la franquicia del puerto. En tal sentido, la primera se debió al conde de Maule, quien vio en la consecución de dicha franquicia la solución más idónea para aliviar la progresiva decadencia de Cádiz a principios del siglo XIX. Incluso llegó a diseñar algunas características que el nuevo puerto debería presentar como auténtica tabla de salvación para los males de la ciudad, señalándose que "no sería un privilegio, sino elegir un punto ideal". Por su parte, en la Memoria del Comercio de 1822 se puede leer que, sólo podrá reanimarse el comercio si afortunadamente las Cortes decretan que esta plaza sea puerto franco de libre comercio; de otro modo es evidentísima su ruina. También el periódico madrileño, El Amigo del Comercio, insertó un artículo donde muy enfáticamente pedía la deseada franquicia. La Diputación Provincial en solitario volvió a insistir en marzo de 1822, teniendo siempre presente el problema americano, por lo que no descartaba, todavía, que el nuevo puerto serviría para atraer por medio de la franquicia los frutos de uno y otro hemisferio.

Sin embargo, y a pesar de todas estas reiteradas peticiones, lo cierto es que hubo que esperar hasta el Real Decreto de 21 de febrero de l829 para que Cádiz, aunque tarde y por poco tiempo, viera colmado su deseo. Mientras, como señalaba, de nuevo, un comprometido Diario Mercantil con la penosa situación, solo se podía contemplar "el ruinoso estado mercantil de una ciudad que caminaba presurosamente hacia su total exterminio".

Por último, dicha situación se complicaría todavía más, si cabe, con el rechazo de las potencias europeas al orden constitucional español, teniendo que soportar Cádiz los efectos de una economía de sitio que vino a rematar, definitivamente, tan desdichada caída. El estado de la Hacienda era caótico y, desde l823, casi declarada ya la guerra a Francia, el Gobierno decidió recurrir al empréstito extranjero como forma de salir de tan complicado embrollo económico.

Al acabar esta etapa, Cádiz aparece de nuevo como una ciudad maltrecha y castigada por los acontecimientos adversos que le tocó vivir, desde el impacto de la pérdida de las colonias, hasta el asedio final de los últimos meses del sistema liberal, como veremos en su momento. Por ello, muy acertadamente Antonio García Baquero, gran conocedor de la economía gaditana de esta época, dejó escrito, con cierta nostalgia contenida, que de "aquel gran emporio comercial que fue Cádiz en el siglo ilustrado, no quedaban para sus comerciantes más que ruinas y recuerdos por los que lamentarse".

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