emergencia social

La otra cara de Cádiz: Jóvenes, trabajadores, padres, sin empleo, sin hogar y sin ayudas

  • Una madre de 27 años que se quedó parada cuenta cómo acabó viviendo hacinada en casa de sus padres y durmiendo con sus dos hijos y su pareja en el sofá 

  • “Siempre nos dicen que hay muchos en nuestra situación; se me cae la cara de vergüenza de que ninguna administración nos ayude”, denuncia E., madre de un niño de seis años y otra de tres 

  • “Sólo pido un trabajo y el derecho a una vivienda digna para que mis hijos no sufran más esta situación tan difícil de llevar”, dice desesperada

La pareja de jóvenes trabajadores con sus dos hijos, en una calle del casco histórico de Cádiz.

La pareja de jóvenes trabajadores con sus dos hijos, en una calle del casco histórico de Cádiz. / Julio González

“Vivimos en una ciudad maravillosa. Madrid sí que es duro”, dice contenta una funcionaria recién jubilada que acaba de comprar un piso en Cádiz mientras apura una cerveza en una terraza. “Todo depende de cómo estés. Aquí hay gente que lo pasa muy mal y el hecho de que la vida sea más barata que allí no soluciona las situaciones tremendas que viven muchas familias”, le responde una amiga que conoce bien la ciudad después de varios años de residencia. “Sobre todo por la falta de trabajo, por lo precarios que son los que salen y por el precio al que se han puesto los pocos alquileres estables que hay con el boom de los pisos turísticos”, le argumenta. Quizá con miedo a que su casero le suba la renta y también ella termine siendo expulsada de la ciudad.

Porque detrás del Cádiz luminoso y de moda, repleto otra vez de turistas. Detrás de ese Cádiz imán para recién jubilados. De ese Cádiz prometedor para inversores inmobiliarios millonarios. Detrás de ese Cádiz amable y alegre que parece no sufrir entre Carnavales, sigue habiendo un Cádiz –todos lo sabemos– que sobrevive día a día como puede en la absoluta precariedad. No hablamos en esta ocasión de personas en situación de calle o de extrema pobreza, que las hay, sino de madres y padres jóvenes con hijos de corta edad, socialmente integrados hasta ahora. De familias de trabajadoras y trabajadores que se ven empujados a ese abismo porque no les renovaron el último contrato temporal. O porque solo pueden agarrarse a un empleo por horas, con sueldo en negro, que no termina cuajando en fijo discontinuo ni con la última reforma laboral.

Hoy hablamos de gente voluntariosa y esforzada que no se vio nunca en estas: cada vez más pobre. Ahora, además, golpeada por una inflación galopante que mengua a lo imprescindible la cesta de la compra. Que les lleva a pedir comida del Banco de Alimentos. Porque no encuentran un empleo digno pese a que no paran de buscarlo. Y que, entretanto no sale, tampoco hallan un alivio provisional en unos recursos sociales y de vivienda públicos escasísimos, ineficientes, obsoletos y burocratizados. Con acceso restringido por necesarios, pero fríos y casi siempre inalcanzables baremos, puntos y grados. Números con décimales que se traducen en listas de aspirantes a una dignidad que nunca llega para la mayoría. Unos recursos sociales incapaces de responder a necesidades urgentes que muchas veces terminan atendiendo como pueden voluntarios de parroquias, ONG o asociaciones de vecinos. Eso, pese a la dedicación profesional de quienes trabajan en ellos. Pese al ridículo incremento del presupuesto municipal destinado a ese fin, si se lo compara con ese superávit o remanente económico –con el dinero público no invertido– del que se vanaglorian, no puede entenderse por qué, quienes manejan las cuentas públicas. Sobre todo si uno de tus principales objetivos políticos es combatir, y hasta erradicar, la pobreza y la precariedad.

A 19.067 personas atendió el año pasado Cáritas en la Diócesis de Cádiz, una organización que desde hace tiempo viene alertando de que cada vez son más quienes necesitan de su ayuda aunque tengan empleo. De que muchos hogares dependen económicamente de una persona que sufre una situación de inestabilidad laboral grave. De que cada vez son más los trabajadores pobres.

Desgraciadamente, el relato vital de E. no refleja una precariedad nueva en esta ciudad que vive con lo puesto desde hace décadas. Que inventó el partidito como refugio familiar de emergencia en casa de la suegra. Muy al contrario, responde a una realidad cada vez más extendida que ha acabado por enquistarse como un mal endémico asumido. Como fruto de una maldición inexorable. Como un estado infravital en el que, tal y como empeora el panorama, puede caer cualquiera. Que lleva a la desesperación que se pone de manifiesto en los plenos, a las puertas del Ayuntamiento, en las colas de los comedores sociales, en los centros municipales, en las oficinas de la Junta, en los desahucios, en las casas ocupadas... Y que los responsables políticos, incluidos los recién elegidos en Andalucía, prometen que van a combatir e incluso erradicar con urgencia... Pero dejemos que sea E. quien cuente en primera persona lo que está viviendo:

Me llamo E., tengo 27 años. Vivo con mi pareja, A., de 26, y tenemos en común una niña de seis años y un niño de tres... Estoy pasando por un bache muy grande en mi vida. Hasta hace poco estuve trabajando de cajera-reponedora” en un supermercado, “hasta que me quedé parada por terminar contrato. Me dicen que no pueden renovarme hasta dentro de un año por aplicación de la reforma laboral. Mi pareja trabaja en hostelería, de noche, pero sólo los fines de semana, de manera que no nos da para un alquiler. Siempre te piden una nómina y un avalista”.

A raíz de quedarse sin trabajo, E. se vio fuera de la casa en la que estaba viviendo. “He estado tan desesperada que me he visto obligada a meterme en casa de mis padres. Mi situación es desesperante: estamos conviviendo ocho personas bajo un mismo techo. Mis padres duermen en un dormitorio, mis dos hermanas duermen en otra habitación que tiene cama litera, y nosotros cuatro dormimos en un sofá porque no hay más espacio”.

“Tengo todos los juguetes de los niños, su ropa y sus cosas todavía en la casa donde vivía hasta hace poco y algo en casa de mis padres, sin poder traer nada más. La ropa de los niños la tengo en bolsas metidas, porque no hay sitio donde guardarla. Es una convivencia difícil: dos unidades familiares sin recursos económicos hacinadas en pocos metros”.

“Desde que me ha pasado esto, mi pareja y yo hemos estado moviéndonos por todos los lados: Asuntos Sociales, Junta de Andalucia, Procasa, Ayuntamiento, Cáritas, Cruz Roja, Valvanuz, etcétera ... Y no tengo ayuda de ninguna administración. Estoy harta de ir a los sitios y no encontrar ayuda. Ya me encuentro sin fuerzas, sin ganas de nada. Ya de último me niegan darme citas en Procasa ‘porque no tengo nada que actualizar’ y ‘siempre voy a lo mismo”.

Mi hija de seis años lo esta pasando fatal. Todo lo que esta viviendo le afecta bastante: el no tener su espacio... no entiende nada... Yo solo pido un trabajo y tener derecho a una vivienda digna para que mis hijos no sufran más por esta situación tan difícil de llevar”.

Mi pareja y yo somos unas personas responsables, trabajadoras y queremos salir de esta situación. Actualmente pertenezco a la Asociación de Madres y Padres de Alumnos del colegio de mi hija. También soy madre delegada de las clases de mis dos hijos. Tengo un buen entorno de gente del colegio que me ha ayudado, orientado y escuchado, pero las puertas de las administraciones se me cierran ya que, según me dicen, ‘en mi misma situación hay muchísimas parejas gaditanas jóvenes”. E. se siente tan desesperada que sería capaz de cualquier cosa por conseguir una vivienda digna para su familia.

“A mi hija le han detectado en el colegio un déficit de atención junto con un retraso madurativo. Ella está en clases con la pedagoga y en Orientación. La pedagoga del colegio me ha hecho un informe de su situación. Su pediatra también está informada de todo y me hizo otro informe diciendo que le hacía falta un entorno familiar donde ella tuviera su espacio y tranquilidad. Quise pedir cita de nuevo con Procasa para llevarles los informes de mi hija y que los incluyeran en mi expediente, pero me llevé una sorpresa: me dijeron que no pueden recogerlos porque mi hija no tiene ningún grado de discapacidad... Me parece muy fuerte, porque aunque no tenga reconocida ninguna, esto es un problema que le está perjudicando en todos los aspectos”.

“Se me cae la cara de vergüenza que no den casas a personas realmente necesitadas; solo quiero un techo para mis hijos y un bienestar para ellos. Por eso hago pública mi situación: para que mi voz sea escuchada. Seguiré luchando;no me rindo, pero las fuerzas flaquean”.

Esta misma semana E. fue atendida por los voluntarios y los profesionales colaboradores de la Asociación de Vecinos del barrio de Astilleros. “Le hemos solicitado el Ingreso Mínimo Vital y le hemos hecho la declaración de renta. Pero al no tener ingresos para un alquiler, todo tendría que pasar por una intervención de los Servicios Sociales, que lo tienen a su alcance”, dijo a este periódico José Gaviño, presidente de este colectivo vecinal que desde hace bastante tiempo actúa como recurso social paralelo al municipal hasta donde llega con su limitado presupuesto. José Gaviño siempre está disponible en su teléfono para atender a particulares, empresas e instituciones que quieran colaborar con la asociación: 663 33 85 29.

[Previo acuerdo con la protagonista del relato, hemos omitido de su testimonio todos los nombres y cualquier otro dato que pudiese llevar a la identificación de los menores].

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