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inmigración | el drama que no cesa

CAZADORES DE SUEÑOS

  • Muchos jóvenes subsaharianos creen que en Europa está el paraíso. Su largo viaje no suele acabar bien. Sámuel perdió un ojo, otros entregan hasta la vida

Dos de los jóvenes que llegaron al Centro Tartessos el pasado sábado 26 de noviembre procedentes del CIE de Tarifa.

Dos de los jóvenes que llegaron al Centro Tartessos el pasado sábado 26 de noviembre procedentes del CIE de Tarifa. / fito carreto

"No me duelen los actos de la gente mala, me duele la indiferencia de la gente buena...". Martin Luther King.

Hay sueños que cuestan un ojo de la cara. A veces en sentido figurado, otras, como a Sámuel, en el más estricto de los sentidos. Sámuel nació en Camerún hace 30 años, pero abandonó su país, su familia y su trabajo por el anhelo de una vida mejor, por la búsqueda de ese primer mundo con forma de orilla europea donde un profesional de su categoría, juventud y valentía pudiera ganar mucho más que los 100 euros que en su tierra le pagaba una filial de la multinacional española ACS por jugarse la vida a 50 metros de altura instalando cables de alta tensión. Era un trabajo peligroso el de Sámuel, que orgulloso nos enseña fotos que guarda en su móvil de cuando jugaba a ser un hombre pájaro que miraba la selva desde muy alto. Mientras observa la pantalla del celular su semblante se entristece. Sámuel sabe que nunca más podrá realizar una tarea de este tipo. El viaje de Sámuel desde Camerún hasta Europa se truncó en la valla de Ceuta, cuando, durante un intento de asalto, el disparo de una bola de goma de las fuerzas de seguridad españolas le vació su ojo izquierdo. Desde ese día, hace dos años ya, Sámuel ha padecido un calvario. Primero una larga recuperación que le llevó de hospital a hospital para solucionar no sólo la pérdida del globo ocular, sino también otras fracturas en los huesos de la cara. El proceso duró un año, y desde entonces Sámuel vive de acogida en uno de los dos pisos para inmigrantes que la Asociación Cardijn, en colaboración con el Secretariado de Migraciones de la diócesis de Cádiz y Ceuta, tiene en el Centro Tartessos de la capital gaditana.

Después de solicitar hasta en tres ocasiones un permiso de residencia por cuestiones humanitarias, Sámuel consiguió sus papeles y llegó a encontrar un trabajo como empleado del hogar, una labor que poco tiene que ver con la que desempeñaba rozando el cielo pero que le ha permitido ingresar por unos meses en el complicado mercado laboral de esta zona del sur de España tan golpeada por el paro. "Ya no puedo volver a trabajar en altura porque después de las heridas que sufrí a veces me dan mareos, incluso tengo pérdidas de memoria, así que ahora sigo formándome para intentar encontrar un trabajo en España", dice Sámuel, que reconoce estar dispuesto a trabajar en la recogida de la fresa o en cualquier tarea con tal de poder ganarse su sustento.

Sámuel habla un buen castellano. De hecho, mientras que no encuentra un camino por el que avanzar en la vida, aunque sea con los pies pegados al suelo, realiza una labor inestimable para los voluntarios de la Asociación Cardijn. "Ayuda a integrarse a los jóvenes que nos van llegando al centro, nos facilita el contacto, incluso hace de intérprete cuando es necesario", nos dice Carlos Carvajal, uno de los miembros de la asociación durante nuestra visita al piso en el que convive actualmente una veintena de inmigrantes subsaharianos que llegaron el pasado sábado provenientes del Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE) de Tarifa.

Sámuel es precisamente quien convence a sus compañeros para que hablen con nosotros. Algunos se muestran muy reacios. Todos dicen ser de Camerún, aunque los más veteranos nos cuentan que en muchos casos también llegan de Senegal, país que tiene convenio de extradición con España, "así que para no ser devueltos afirman que son de otro país, y a ver quién es capaz de demostrar que mienten", nos confiensan.

Después de cruzar miradas, varios jóvenes se muestran dispuesto a contar su experiencia, a relatar un viaje de cinco mil kilómetros hacia un destino casi siempre situado en el centro de Europa, Francia, Bélgica o Alemania sobre todo, porque España, en esta odisea casi homérica para la mayoría, es sólo un pequeño alto en el camino.

El primero en contar su experiencia se llama Giscar y también partió de Camerún hace cinco años. "No podía sobrevivir en mi país -nos relata-, había gente que prometía hacerme daño, tenía problemas familiares y decidí emigrar". Ahí empezó un aciago viaje que le llevó a través de Nigeria, Níger y Argelia antes de llegar a Marruecos, donde permaneció cuatro años y en cuyo país vivió sus peores momentos. "La gente en Marruecos es inaccesible. Además, yo llegué con barba de nueve meses y nadie quería coger mi dinero para pelarme. Negro sucio, me llamaban. Me vi obligado a pedir de casa en casa para poder comer y a dormir en medio del campo. Durante todo ese tiempo sufrí palizas a manos de la policía de Marruecos, que me llegó a provocar fracturas al golpearme con sus porras". Durante todo este tiempo, Giscar mantuvo firme su objetivo, como otros cazadores de sueños, que durante años aguardan en Marruecos la oportunidad de cruzar el Estrecho. Giscar lo hizo comprando una lancha junto a otros nueve compañeros. "Nos lanzamos al mar, a la aventura, estuvimos nueve horas en el mar hasta que nos rescató Salvamento Marítimo". Y del infierno del mar, al infierno del CIE. Porque Giscar no guarda buen recuerdo de su estancia en el Centro de Internamiento para Extranjeros tarifeño. "Tenía la sensación de estar en una cárcel, con hora para comer, para ducharse, para dormir, para pasear, sin poder salir de allí, no tenía libertad para nada". Por eso, para Giscar llegar al Centro Tartessos de la mano de la Asociación Cardijn ha sido lo mejor que le ha pasado en mucho tiempo, en muchos años. Su viaje no ha acabado. Su mirada limpia, su cuerpo robusto, dan a entender que no le tiene miedo a nada, ya ha visto la muerte cara a cara en más de una ocasión y le ha aguantado la mirada. Pero mientras espera que llegue un destino que lo lleve más al norte, siempre al norte, como un mantra inalterable, al menos tiene ropa limpia, una cama, comida, y personas cuya preocupación inmediata es encontrar dinero para comprarles calzado nuevo, porque las suelas de sus zapatillas negras de deportes apenas si pueden dar varios pasos más. Son demasiados kilómetros los que lleva a cuestas.

Giscar y sus compañeros pueden estar días o semanas en Tartessos, cuenta Carlos Carvajal. "Casi todos intentan contactar con amigos o familiares que ya se han asentado y que pueden alojarlos. Nosotros tenemos dos pisos, uno estable y otro para situaciones de emergencias, como es el caso que nos ocupa".

Carlos ha visto pasar a muchos inmigrantes subsaharianos. Con algunos, como es el caso de Sámuel, llega a trabar amistad. La asociación se involucra, intenta buscarles un empleo, ayuda a que prosigan su formación. Otros, como Bertol, que también acaba de llegar al centro, sorprenden por su juventud. A sus 24 años ya sabe lo que es sufrir agresiones por la policía de diferentes países. También dice ser camerunés y haber realizado la misma ruta que Giscar: Nigeria, Níger, Argelia, Marruecos... y España. "En Níger la policía no nos trató bien, nos cogía pidiendo por las calles e intentaban echarnos, de hecho me deportaron a Argelia, cerca de la frontera con Marruecos. Desde allí fue más fácil cruzar a España". Dice que, al contrario que las fuerzas de seguridad de otros países, la Guardia Civil, la gendarmerie, como dice Bertol en su francés con acento africano, "nunca me pegó".

"¿Y el futuro Bertol? ¿Qué esperas del futuro?", preguntamos. "Quiero retomar mis estudios, o hacer un curso de formación que me ayude a encontrar un trabajo". Aunque comenta que no descarta quedarse en España "si se está bien aquí", reconoce que le gustaría llegar hasta Alemania, quizá allí tenga alguien esperándolo.

Los recién llegados a Tartessos no tienen problemas en mostrar sus heridas de guerra, porque lo que han iniciado es una batalla diaria contra un destino que aborrecen, contra la norma injusta que dice que el hecho de haber nacido al sur del sur les condena a la pobreza, a las luchas étnicas, a mirar con envidia hacia los países europeos, donde quieren comenzar de nuevo. Así que levantan sus pantalones para mostrar sus piernas surcadas de hematomas y cicatrices provocadas por los golpes de la policía marroquí. Giscar llega a bajar la cabeza y se señala el cráneo, donde, entre su pelo negro y rizado, asoma el recuerdo de un golpe mal dado que casi lo deja en el sitio.

No obsgtante, uno de los problemas, y del que alertan algunos voluntarios del centro, es que en su afán por tranquilizar a sus familiares, incluso por presumir de su nueva vida, ejercen un efecto llamada que no se corresponde con la realidad europea. Pueden llegar a fotografiarse con coches deportivos en las calles diciendo que son suyos, o en lugares paradisíacos, como si fueran los putos amos. Porque, de cara a los suyos, necesitan vender que su apuesta ha merecido la pena, que tantos sacrificios y penurias para cruzar el Estrecho están bien empleados porque ahora han entrado en el paraíso terrenal. Ese es el reflejo que proyectan hacia sus paises, cuando la realidad es que viven en un centro de acogida y no terminan de cazar ese sueño que anhelan desde que dejaron de ser niños. Por desgracia esto provoca que otros jóvenes quieran imitarlos, y cuando llegan al viejo continente, se topan con que no es oro todo lo que reluce. Aunque para entonces ya es tarde. Así que el círculo vicioso sigue girando para volver a Camerún, a Senegal, a Burkina-Faso, Costa de Marfil, como la piedra de Sísifo que rueda y rueda montaña abajo una y otra vez, pero con diferentes protagonistas en este caso. Es un drama que no por repetido debe dejar de contarse. Porque la indiferencia de la gente buena puede doler tanto como un golpe de la gente mala.

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