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Cultura

Del frío al fuego hasta abrasarnos

A tiempo. Cante: La Tremendita. Guitarra: Salvador Gutiérrez, Antonio Rey. Percusión: Paquito González, Roger Blavia. Palmas: El Bobote, El Oruco. Coros: Gema Caballero, El Tremendito, Naike Ponce. Baile y asistencia escénica: Rocío Molina. Trompeta: Raynald Colom. Contrabajo: Jordi Gaspar. Piano: José Reinoso. Lugar: Teatro Central. Fecha: Lunes, 4 de octubre. Aforo: Lleno.

Da gusto verlos crecer. De la niña estridente que se presentó hace años, infructuosamente, en La Unión, a la voz envolvente de ayer, media un mundo. Resultó que la niña era vecina mía y la he visto crecer, en el escenario y fuera de él. Pasar del grito al intimismo, a la media voz. Un rito de iniciación. De una naturaleza desbordada a la estilización artística. Se abrió el recital, no obstante, con una reivindicación de barrio, de casa, del hogar familiar: Triana. Y siguió, no obstante, con el cante con el que logró su primer premio en un concurso infantil, la granaína. Pero la granaína que le enseñó su abuela ya no es la misma que cantaba hace unos años. Fina, sutil, la guitarra de Salvador Gutiérrez, fantástico toda la noche, la conduce de la mano a nuevos territorios jondos. Un arte sereno, reposado, que ya no lucha. Que ya no hiere, podría pensar alguno. Pero sí hiere, porque la Tremendita y su gente se dejaron ir. Sabiendo que el trabajo estaba hecho, una puesta en escena precisa, tanto en lo musical como en lo escénico, con fluidas, en su sencillez, transiciones, con el toque de distinción de la voz, la guitarra, el piano, la trompeta, conduciéndonos suavemente a territorios que, siendo conocidos, parecíamos explorar por vez primera.

Una cima la constituyeron las guajiras primitivas, que, por supuesto, son las más frescas, las que parecen recién nacidas. También porque sobre ellas han recaído menos miradas, permanecen, en cierto modo, tan lozanas como cuando surgieron. Las guajiras a la forma de La Rubia, del Mochuelo, casi bailables, de melodías jubilosas, celebración de la vida. La Tremendita, que firmó letras y músicas de nueva factura, para que no se diga, se sumerge en la tradición buscando joyas ignotas. Y las encuentra: también en las bulerías, en la soleá. En los tangos de su barrio, del Chaqueta, pura frescura, con unos coros precisos. Y por tangos porteños con un arreglo de guitarra desesperado, acorde con el mensaje.

Rocío Molina, al margen de pulir la escena, puso el cuerpo en dos apuntes deliciosos. Desde el frenesí buleaero a capella, puro dúo femenino, o mejor dicho trío, la tierra fue un protagonista más. A la onírica nana, en la que no tocó el suelo, pobló la escena de deseo.

Y se dejaron ir porque contaban con una red jonda, con una máquina flamenca, con un seguro de vida del compás llamado El Bobote. Con esa seguridad, de que serían recogidos al final del compás, se dejaron ir, La Tremendita dejó fluir su voz, más allá del grito, al puro llanto, a la pura risa, el dolor y el placer. Del frío al fuego hasta abrasarnos.

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