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Cultura

El baile empuja sus límites

  • La Bienal que acaba de echar el telón invita a vislumbrar una filosofía que parece inclinarse por el llamado flamenco de vanguardia, con obras arriesgadas y polémicas

La XVI Bienal de Sevilla acaba de echar el telón y, con éste, se cierra además un capítulo de la historia de un arte que, por vital, no ha dejado aún de evolucionar.

En cuanto a los espectáculos de baile se refiere, la programación se ha centrado este año en los creadores jóvenes, es decir, desde los que rondan la treintena hasta los que sobrepasan en poco los cuarenta, con la excepción de Rocío Molina que, a sus 26 años, constituye en este momento uno de los valores más seguros para cualquier taquilla, y de Ana Morales que, amén de sus colaboraciones con otros artistas, presentó en el Teatro Alameda su pieza De sandalia a tacón. No ha habido más que un ballet, el de Rubén Olmo, y han desaparecido de la programación -salvo en colaboraciones especiales, como la de José Antonio Ruiz en Paseo por el amor y la muerte- los maestros de la generación anterior a la de los presentes, muchos de los cuales están aún en activo y constituyen un eslabón imprescindible, ahora más que nunca, de la cadena flamenca. Si a todo esto se une la inclusión de espectáculos creados para ámbitos de experimentación ajenos a los circuitos flamencos, como el Cuando las piedras vuelen de Rocío Molina y el director teatral y artista plástico Carlos Marqueríe o el Dunas, de María Pagés y el bailarín y coreógrafo belga Sidi Larbi Cherkaoui, se podría empezar a vislumbrar una filosofía que hasta ahora no ha tenido la programación de la Bienal y que -siempre en cuanto al baile se refiere- parece inclinarse a lo que suele denominarse flamenco de vanguardia.

Bien es cierto que la evolución que se ha observado en los artistas durante los últimos años ha sido enorme. Momento económico aparte, todos parecen ir comprendiendo que, por muy sobrio que sea, un espectáculo que se exhibe en teatro tiene que tener una factura teatral y cuidada. De todas formas, la iluminación y el sonido siguen siendo las asignaturas pendientes. Y en cuanto a los lenguajes, si en anteriores bienales eran Israel Galván, Andrés Marín, Belén Maya y pocos más los que se atrevían a explorar otros caminos, este año casi todos los jóvenes artistas -y por serlo, en lucha con lo establecido-, de un modo o de otro, han experimentado fórmulas nuevas, convencidos de que son ellos los que tienen que empujar sus propios límites si quieren pasar a la historia, aun a riesgo de que sus trabajos, como sucede en demasiados casos, se queden en flores de un día.

Tanto es así, y a pesar de que el público de la Bienal lo aplaude absolutamente todo, que tras varias dosis de experimentación, un espectáculo costumbrista flamenco como el Puertas adentro del jerezano Antonio El Pipa, logró en el Lope de Vega la mayor ovación de esta Bienal.

En esta lucha por permanecer en la memoria colectiva, amén de los espectáculos ya citados de Rocío Molina y María Pagés, las grandes protagonistas de esta Bienal han sido Pastora Galván -con su espectáculo Pastora, coreografiado y dirigido por su hermano Israel-, que sin llegar a la treintena ha dado un tremendo salto de cualidad en su concepción y en su interpretación del baile, e Isabel Bayón, una de las bailarinas/bailaoras más completas del momento y que, frente a los grandes espectáculos de otros años, siguió el ejemplo de Pastora de presentarse ella sola, con un puñado de buenos músicos. En su trabajo En la horma de sus zapatos ella encarna en su propio cuerpo la obra de otros coreógrafos y la huella de muchas grandes sevillanas del baile de otros tiempos. Muchísimo baile en los dos casos, al igual que en el de Rubén Olmo, que con Tranquilo alboroto entra por fin con su joven compañía en la Bienal, por la puerta grande y por sus propios méritos.

Algunas fórmulas resultaron ganadoras por su unión con otros artistas, ya sea flamencos ya de otros ámbitos artísticos, como Andrés Marín quien, en La pasión según se mire, llega a formar un dúo, realmente impensable de antemano, con la lebrijana Concha Vargas, o como La Choni, cuya propuesta, La gloria de mi mare, al lado del actor Juanjo Macías, además de ofrecer su baile hizo que el público se desternillara literalmente de risa.

También ha habido quien, por distintas razones, no ha aprovechado la oportunidad, como Farruquito, o no ha visto cuajar su propuesta a pesar del trabajo realizado.

Para terminar, habría que admitir que, hablando de límites, los estrenos más arriesgados y polémicos han sido dos. En primer lugar, el de Fernando Romero, quien, en Paseo por el amor y la muerte, baila una música atonal contemporánea cuando el flamenco, hasta ahora, se ha movido siempre, aun decostruido, en los límites de sus propios ritmos o de sus silencios. Y también el esperadísimo nuevo trabajo de Eva Yerbabuena Cuando yo era... Pues si bien la granadina había mantenido siempre una difícil tensión entre el flamenco heredado y enriquecido por ella y su tendencia a la interpretación, con esta pieza el equilibrio se rompe y no para privilegiar otra visión del flamenco (como hiciera Israel Galván cuando dejó de hacer sus bailes tradicionales como complemento a historias como la de La metamorfosis) sino para adentrarse en un mundo simbólico e interpretativo que sólo el tiempo dirá adónde la puede llevar. Eva, como los buenos toreros, sigue provocando en el público esa división de opiniones que nunca puede faltar en un arte vivo como el flamenco.

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