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Quejío | Crítica

El 'Quejío' del pueblo andaluz

Un momento de la emblemática obra. A la guitarra Jaime Burgos, el único de los veteranos del elenco. Un momento de la emblemática obra. A la guitarra Jaime Burgos, el único de los veteranos del elenco.

Un momento de la emblemática obra. A la guitarra Jaime Burgos, el único de los veteranos del elenco. / Víctor Rodríguez

Al final de la función, un teatro en pie, emocionado, aplaudió la presencia y la ya débil voz de Salvador Távora, el fundador del desaparecido grupo La Cuadra de Sevilla; un hombre que ha llevado a Andalucía y a su lenguaje a todos los rincones del planeta. Durante los últimos y convulsos años de la dictadura franquista, mientras el teatro independiente se extendía por el país, Quejío supuso un giro radical hacia un teatro ritual que celebraba un drama colectivo y cotidiano. Un grupo de hombres humildes y una mujer ponían en escena su propia vida en lugar de imitarla.

En el escenario, un bidón del que salen tres parejas de cuerdas, un banco y algunos aperos de labranza (un bielgo, una guadaña, una hoz...). Eso bastó para construir un drama sin principio ni fin ni personajes. Sólo el cante doliente, una guitarra y un bailaor. Artistas que cumplieron a la perfección con su cometido dramático sin necesidad de virtuosismos, que fueron marcando el ritmo de la pieza a golpe de martinete (’pasito que doy palante / pasito que doy patrás’), de trilla, de seguiriya, de arboreá (con un cante coral), o con una petenera que la mujer entona para que la completen los hombres: ‘qué más da muerto que vivo / si te tienes que callá’. No hay otras acciones que las físicas, las de tirar del bidón a fuerza de sudor; ni más relato que el de las letras que crearon Távora y el desaparecido Alfonso Jiménez Romero. Su lenguaje es físico, sonoro (los zapateados, el golpear de las cuerdas en el suelo, los golpes en el bidón...) e iconográfico. Una iconografía de la miseria que se engrandece en las sombras que se reflejan en el fondo del escenario gracias a los candiles. Todo está ordenado rítmicamente, poéticamente.

Quejío se estrenó en febrero de 1972, a la una de la madrugada -por aquello de la censura- en el TEI de Madrid y se mantuvo tres años por los escenarios de una decena de países. 471 funciones se hicieron. No sabemos con qué ojos la verán los jóvenes de hoy. Como una pieza arqueológica tal vez. Está claro que todo fue cambiando a partir de 1975. Incluso la Cuadra abandonó ese sudor real para adquirir más músculo, más artificio teatral, al igual que otros protagonistas del teatro flamenco, como Mario Maya, autor de Camelamos naquerar o Ay, Jondo.

Viéndolo anoche, sin embargo, con toda la nostalgia por los que no están, como el bailaor Juan Romero, hijo de la gran Fernanda Romero, o como Pepe Suero, pudimos constatar un hecho: es obvio que el mundo ha cambiado. El campesino andaluz ya no duerme en el grano mientras el mulo lo hace en su cuadra. La mujer, sin estar aún donde le corresponde, ya no mora en un rincón, pasiva, atenta sólo a calmar la sed de los hombres con el botijo o a consolarlos... También los ritmos han cambiado de manera radical. Pero a pesar de todo, de los móviles, de internet, de la bolsa y del terrorismo, el grito, el quejío y la rabia tienen la misma verdad. Podrían ser africanos tirando de una patera, o sirios en cualquier frontera... Vergüenza para los humanos 46 años después. Y eso que el teatro de los campos de refugiados aún está por llegar.

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