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Eva Yerbabuena | Crítica

La diosa blanca

Eva Yerbabuena sobre las tablas del Maestranza.

Eva Yerbabuena sobre las tablas del Maestranza. / Víctor Rodríguez

El espectáculo surge de una fascinación. La de la bailaora por las músicas primero y la naturaleza más tarde, de las islas Amami. Si Japón tiene ese aire de misterio para todos los occidentales, las islas Amami son misteriosas, fascinantes, incluso para los propios japoneses. Es un espectáculo íntimo, personal, de cómo esta cultura, esta tierra, removió el alma de Yerbabuena. La bailaora se ha acercado con mucho tacto, con mucho respeto, con enorme sensibilidad a este mundo y a lo que significa. La obra incorpora muchos elementos de la espiritualidad sintoista, como el culto a la tierra, la sacralidad de los árboles y de la luna. El círculo, lo femenino. Que en el flamenco tiene la forma de la bata de cola, que vimos en la caña, del mantón, que vimos en las cartageneras. También lo masculino que hay en toda mujer en forma del zapateado prodigioso de la granadina, en este caso dentro del círculo. El culto a la naturaleza y a los animales: el baile del zorro, uno de los momentos más divertidos de la noche, el paso a dos con Fernando Jiménez, y el pez.

Anna Sato tiene un carisma escénico impresionante. Es la coprotagonista de la obra. Por su voz increíble, su tremendo falsete, muy potente y a la vez emotivo, desgarrador. Pero lo que nos rompe por dentro es la felicidad de ser uno con el zorro, el pez, el árbol y la luna. Es una celebración vital. Por eso la obra se cierra por alegrías, el baile más poderoso de la noche, que incorpora el ambiente relajado y los jaleos del matsuri, las celebraciones populares japonesas. También en el fogonazo de la caña, en el baile congelado con el que termina la pieza, y que recorrió el espinazo del público, me pareció ver un elemento del kabuki, el mie. Yerbabuena baila mucho en esta obra. Una obra que es una celebración vital, de ahí la inclusión de estilos festeros, las mencionadas alegrías y los tangos donde también se perciben elementos de la cultura popular japonesa, del ritual nupcial. Porque la obra es solemne, no podía ser de otra manera tratándose de Japón, pero al mismo tiempo reposada, íntima, serena, con el ritmo de los ciclos vitales. Por eso me gustó mucho la falseta y los marcajes de las alegrías donde el frenesí habitual del baile de Yerbabuena se serenó hasta hacerse íntimo, naif, casi vegetal. La lucha, contra el destino, contra las facultades, contra la realidad, que en otros espectáculos de Yerbabuena se erige en protagonista, se limita aquí al inicio de las cartageneras. Tarantas y granaínas, fenomenalmente interpretadas por Ortega y Tejada, cada uno a su manera, el primero con la melodía occidental de José Cepero y el segundo a la forma del oriente andaluz, completan la obra. Paco Jarana ha compuesto una partitura bellísima que Yerbabuena ha bailado como siempre con un oído absoluto. Reconocemos el arpegiado particular del sevillano, que nos remite a Miguel Llobet, maestro que fue de Ramón Montoya. Aunque en ocasiones el arpegiado, de por sí maravilloso, le resta energía a la voz de Anna Sato. Lo mismo podemos decir de los arreglos de batería en determinados pasajes: al occidentalizar las músicas de las Amami las hacen quizá más accesibles pero les restan potencia. El espectáculo es también un homenaje, sencillo, directo, a un país que tanto ha dado y tanto da al flamenco. El final, tan natural, emocina a cualquiera que conozca la realidad del arte jondo en el país del sol naciente.

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