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Bicentenario

El duelo tiene rostro de mujer

  • Cada año la violencia deja a miles de venezolanas sin sus esposos, hijos y padres · Ellas se convierten en sobrevivientes que deben lidiar, sin ayuda oficial, con las secuelas destructivas que deja la inseguridad

Rozana González está de luto. Todavía cobija el deseo de que su hijo asesinado, Rosmel, de 17 años de edad, regrese un buen día a casa y le diga que su ausencia no fue más que un mal sueño.

El viernes se cumplió un mes del homicidio y aún le cuesta asimilarlo: “Ojalá se levantara y volviera conmigo, porque estoy viviendo un infierno”. El duelo apenas comienza para ella. Las imágenes de aquel día vuelven a su cabeza como una película incontrolable. Estaba en su negocio, la panadería La Mansión de El Llanito, cuando recibió la llamada con la noticia de que al muchacho le habían disparado en Petare. La llevaron en motocicleta al hospital Domingo Luciani y llegó a tiempo para recibirlo y ayudar a cargarlo hasta la emergencia.

Cuando entendió que estaba muerto, que no había nada que se pudiera hacer, le gritó a él con el apodo familiar y el mismo anhelo que abriga hoy: “¡Párate, Peluso, párate!”.

Fue una sacudida repentina y terrible. “Era mi bebé, mi compañero y mi amigo”. Su rostro, desde la morgue de Bello Monte, se hizo noticia al día siguiente por el relato del caso: un delincuente de una banda del sector La Esquina Caliente abrió fuego contra el adolescente porque éste se negó a entregarle un Blackberry que había recibido como regalo de la familia por pasar a quinto año de bachillerato. González habla desde la casa de su hermana en El Campito, Petare, una vivienda de bloques, techo de zinc y piso de cemento con una sala diminuta. Está sentada en un sillón. Dice que durante el último mes no ha dejado de visitar siquiera un día la tumba de su hijo: “Por las noches me angustia la idea del frío que está pasando”.

No quiere que el homicidio se convierta en uno más, aunque está consciente de que su drama se repite con miles de mujeres cada año a las que la inseguridad convierte sin previo aviso en madres sin hijos, en esposas sin esposos y en hijas sin padres.

“Ellos mueren y ellas lloran”, dice Magally Huggins, investigadora del Centro de Estudios de Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela y miembro del equipo coordinador del Observatorio Venezolano de los Derechos Humanos de las Mujeres. Acuñó la frase para resumir la lógica de la violencia en Venezuela: más de 80% de los caídos por homicidios es de sexo masculino y tiene entre 15 y 45 años de edad, según la última estadística del Ministerio de Salud. Son de origen humilde.

En los últimos 13 años, según los cálculos de la académica, un millón de personas se convirtieron en “víctimas secundarias” de esos delitos. La gran mayoría, aproximadamente las dos terceras partes, fueron mujeres que atravesaron un infierno como el descrito por Rozana González. Son, como ella, sobrevivientes que deben lidiar no sólo con la pérdida de sus familiares, sino con el resto de las secuelas destructivas que deja la inseguridad. La primera, para Huggins, es el duelo traumático: “Es un gran problema de salud pública y afecta principalmente a la población femenina”. Lo describe como una “epidemia de dolor”.

La naturaleza de la pérdida que ocasiona una muerte violenta es la clave para comprender lo que ocurre. “Vives duelos cuando alguien fallece por causas naturales, pero estás preparado porque sabes que esa persona se va a morir. Si pierdes a alguien por un infarto, es duro por lo repentino, quedas en shock. Pero cuando te matan a un ser querido, no sólo es algo súbito sino que hay alguien que asumió el papel de Dios”, dice Huggins. Uno que, en Venezuela, dispara de día y de noche: en el país, 90% de los homicidios se comete con armas de fuego. Los datos del Ministerio de Salud confirman que, entre 1996 y 2006, se duplicó el porcentaje de fallecidos por ese tipo de delitos en la estadística general de mortalidad en el país.

El duelo traumático se transforma en una gran sensación de desamparo y en conductas erráticas que mantienen al afectado al margen de la vida ciudadana, de acuerdo con la investigadora. Los expertos hablan de una “revictimización” que se profundiza con la impunidad judicial –menos de la décima parte de los responsables de homicidios son castigados por la ley– y por el miedo de los sobrevivientes a ser atacados de nuevo.

Cofavic, organización de derechos humanos, realizó un estudio en el cual en el 70% de los casos que reciben hay mujeres sometidas a hostigamientos por parte de funcionarios de los cuerpos de seguridad involucrados en delitos de homicidio y en violaciones a los derechos humanos. El cuadro lo empeora la inexistencia de programas nacionales de atención integral a ciudadanos con ese perfil. “Hay una gran omisión del Estado. ¿Qué pasa con esas personas? ¿Quién les tiende una mano a esas mujeres para ayudarlas?”, se pregunta Huggins.

Amenazados. Rozana González recibe mensajes con amenazas de los homicidas de Rosmel. Uno de los textos menos agresivos simplemente dice: “Te subiste al tren de la muerte”. Otros describen detalladamente lo que los delincuentes harán con ella por haberlos denunciado no sólo en la policía, sino ante la opinión pública. Es una tortura, pero no teme por sí misma: “No me importa lo que me hagan, si quieren que cumplan con su palabra”. Tiene otros tres hijos y el mayor de ellos, de 22 años de edad, está bajo la mira de los hampones. A González le aterra lo que pueda suceder con él. Ha denunciado el hostigamiento, pero está igual de vulnerable.

El caso está en manos de los funcionarios de la subdelegación El Llanito del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas. Esa institución ha sido el único rostro oficial que ha tenido delante de sí en el último mes.

Es una cara que no siempre es amable. Ella le ha aportado todos los datos: incluso le ha dado el nombre y la ubicación de una mujer que presuntamente tiene el Blackberry y otro teléfono celular que le robaron a su hijo el día que lo mataron.

Sus familiares no niegan que los policías han adelantado diligencias, pero ella siente que el organismo apenas le ha brindado respuestas: “Me han dicho que averigüe yo misma y que le faltan funcionarios para los procedimientos. Se ponen bravos porque lo digo”.

Durante el velorio del adolescente, que se llevó a cabo en la misma casa donde González concedió la entrevista, la familia identificó a una niña que fue enviada por los miembros de la banda responsable del asesinato. Huyó cuando se sintió descubierta.

Aquel fue otro día difícil para la madre. Recordó entonces por qué le decía Peluso al muchacho. Cuando era un bebé, Rosmel González sufrió toxoplasmosis y esto afectó el desarrollo de su estómago.

Estuvo ocho meses hospitalizado en la maternidad de Petare. “Me lo entregaron desahuciado, era pequeñito. Lo alimentaba con una inyectadora y me negué a perderlo, luché por él hasta que sobrevivió. Tenía muy poco cabello, una pelusita y por eso lo comencé a llamar así”. En aquella época, la madre le ganó a la muerte.

Omisión estatal

Es difícil para una persona en la situación de González hallar una cara distinta de la que ofrecen los funcionarios del sistema de justicia. El Instituto Nacional de las Mujeres, por ejemplo, no tiene planes específicos para apoyar a la inmensa población femenina que atraviesa el duelo traumático, según confirmaron fuentes del organismo.

Su principal preocupación es otra, no menos importante: atender a las mujeres que padecen violencia de género y maltrato doméstico. “Con eso ya hay bastante trabajo”, señalaron. Se presentó una solicitud formal de información sobre el punto, pero ésta no fue respondida. Una petición semejante también se tramitó por escrito al Ministerio de Relaciones Interiores y Justicia, a través del responsable de prensa. Tampoco se obtuvo información.

Huggins conoce por experiencia la realidad. También es profesora de posgrado en las áreas de psicología clínica y comunitaria en el Hospital Psiquiátrico de Caracas. Una encuesta realizada con ayuda de estudiantes de la institución reveló que durante 2007 la mitad del personal atendió más de 10 víctimas secundarias de la violencia común. De sus investigaciones concluye que el personal de los servicios de salud tampoco recibe entrenamiento adecuado para identificar el duelo traumático y tratarlo, a pesar de que considera que hay una avalancha en demanda de auxilio. Entre los riesgos, por ejemplo, está el que no se encauce efectivamente la vivencia del trauma y que los pacientes no puedan superarlo y se agrave su salud.

Tejido roto

Rozana González todavía tiene las emociones a flor de piel. Si alguien todavía se lo pregunta, la respuesta es obvia: llora y mucho. Parece cambiar de ánimo en instantes: de la rabia y el deseo de venganza a reclamar justicia o a enternecerse cuando recuerda alguna anécdota de su hijo, como la primera vez que horneó un pan para regalárselo a su tía. El muchacho lo tenía muy claro: quería ser ingeniero petroquímico. “El Presidente no tiene corazón para las madres que levantan a sus hijos con sacrificio y que los pierden como yo. La madre del delincuente por lo menos vive consciente de que en cualquier momento lo perderá, pero el mío tenía buenos sentimientos y nadie tiene idea de lo difícil que es lograr eso en barrios donde se consiguen tantas cosas malas”.

A Huggins lo que más le preocupa es la pérdida del tejido social, que deja una suerte de líquido amniótico en el que se reproduce la violencia. El encierro, el llanto o el ánimo vengativo, al final, impiden el ejercicio de la ciudadanía, diagnostica.

“Conocí a una mujer de Barquisimeto que no era amiga de la madre del asesino de su hijo. Pero cuando la veía le daba los buenos días. Después del homicidio, cuando la ve siente que le provoca matarla. Ese mínimo de convivencia se perdió y lo empeora que el Gobierno no arremeta con una fuerte política pública coherente y coordinada”, dice Huggins, quien no deja de exigir que se incluya a los parientes de los “muertos malos”, los malandros, cuyas familias generalmente quedan solas, estigmatizadas y con grandes posibilidades de que los varones prosigan en la carrera de la muerte. Parece que el llanto de las venezolanas se convirtió en un eco que no conmueve a nadie, pero es mucho más que eso.

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