Bicentenario

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXXVI)

  • Resumen capítulo anterior: Diego de Ustáriz, redactor convertido en soldado para relatar la guerra, sale de su destino en el arsenal de la Carraca para combatir en el Portazgo de la Isla de León. Mientras duermen y la tempestad azota a los barcos que navegan por el caño de Sancti Petri y el fuego entre los castillos de Puntales y Matagorda se intensifican, los jinetes franceses atacan a traición a los hombres apostados. Diego es herido y hecho preso.

A expensas de que mis heridas no terminen de curarse, y de que incluso mi vida quede finalmente aniquilada en esta parte ocupada de la España, he logrado encontrar donde escribir los pensamientos que agitados salen de mi mente y deambulan hacía mi mano en un frenesí constante por hacerse oír, por ser entendidos en unos instantes, aunque no se si las fuerzas con las que cuento me darán el empuje para hacerlo. Las camas se agolpan contra las paredes y telas oscuras y amarillentas, como si las bilis de miles de enfermos hubieran sido escupidas desde los almohadones podridos, y sobre ellas y los jergones sucios y grises, cientos de jóvenes españoles decrépitos y enfermos se dejan morir lentamente, sin que ninguna cara amiga los auxilie. Pululan en un insistente y frenético vaivén, uniformes franceses por las salas mientras que el sonido de la lengua francesa se hace eco en las sucias estancias. El dolor de mi pierna permanece intacto y presiento que he dormido mucho tiempo, mi cuerpo está semidesnudo, una saya blanca y raída cubre mis mustias carnes y no hay rastro de mi diario, contador de lo secretos del resto de la patria. Recuerdo vagamente el incierto final del Portazgo, aquel día de tempestad absoluta en el que los barcos y navíos embarrancaron junto a la costa. La lluvia un tanto cálida que penetraba por las saetas de los muros y los muchachos de caras limpias y asustadas cayendo al vacio de la muerte mientras una explosión grandiosa dio con nuestros huesos en la aguas del caño de Sancti Petri. Ya no se que más paso, el relinche de los caballos franceses segó todo nuestras ansias de lucha y allí acabamos presos de estos usurpadores de nuestro suelo. Debí estar inconsciente durante días porque las heridas aunque dolorosas ya no sangran, poder ponerme en pie aunque a duras penas da una libertad que me concede la falta de atención y de cuidados. Nadie se ocupa de nadie, el espíritu liberal ha sucumbido como sucumben las flores hermosas entre las zarzas, y ya no queda nada. Junto a la mesilla en el que el vino aún caliente reposa para aliviar alguna herida, encontré este resto de papel y pluma, justo y oportuno para depositar estas mis primeras palabras como reo, como prisionero de guerra. Junto a mi cama los restos de otros hombres que han corrido peor suerte, la falta de miembros y extremidades gangrenadas, les hacen sucumbir lentamente, yo aún puedo andar y mientras arrastraba mi dolida pierna pude acercarme a uno de los heridos españoles que sentado en el filo del catre miraba embrujado al horizonte que se vislumbraba tras la pequeña ventana. Necesitaría poder correr de aquí pero nadie es consciente del valor de las piernas hasta que ya no cuentan para nada. Ese ingenuo y aprendido ritmo del andar, queda grabado en nuestras almas desde aquello días de niños en el que alguien nos mantuvo asidos para no caernos. Desde entonces, los pasos se aligeran presurosos uno detrás del otro, sin preguntarse a donde se dirigen, simplemente se dirigen, se encaminan, se apresuran diligentemente hacía delante, hacía el incierto discurrir de la vida, sin preguntarnos nunca cual es el mecanismo, cual la clave perfecta que permite el desplazamiento, que permite la aventura. Término precioso del cuerpo humano, esbeltas o robustas, nos soportan, nos aguantan y nos llevan hacía la parte del mundo donde queramos estar. Pero he aquí, que cuando estas enferman, porque la dureza de las balas rojas de los cañones enemigos las han segado brutalmente, entonces ¿donde están? Dónde marcha la capacidad del movimiento, la sensación de tocar la tierra fría o caliente con esa parte de ellas que nos acercan y aproximan a lo único que queda inmóvil, el suelo. Pude arrastrarla hasta uno de los ventanales donde las tormentas continuaban como si el día de la caída tuviera más de cien horas y mientras el viento aún más fuerte que en la ciudad de Cádiz, parecía atravesar los muros recios del hospital y el sueño inquieto de los enfermos y heridos se veía violado por el incesante chasquido de la pólvora estallando en las proximidades de aquel recinto. Recordaba en aquel momento a María y a mi pequeño hijo Eduardo al que apenas había sentido sobre mis brazos, recordaba los nombres con que los hombres gaditanos calificaban a los vientos rotundos que aporrean las rígidas murallas, fresquito, fuerte, bonancible, frescachón, recuerdo el papel empapado en aceite de pescado frito y el olor de las proximidades de las escolleras frente al hospicio de la Misericordia, la altivez de la torre de vigía donde se enarbolaban las banderas amarillas cuando la epidemia de peste, y el profundo olor a toronjil y lavanda de mi amada María cuyos pequeños pechos derramarían la dulzura de su alma sobre la boca de mi pequeño hijo. Que difícil sentirse preso sin reja alguna, sin carcelero ni armas apuntando sobre las sienes. Seguramente fuera, en la puerta de este hospedaje de enfermos, si estén presurosos a alcanzar con sus balas cualquier posible fuga, pero aquí, ahora, solo somos tristes y apocados enfermos que desconocemos que está ocurriendo fuera y cuya necesidad de saber, de curiosear y entender es tan poderosa como la necesidad de curarnos. Algunas monjas españolas deambulaban por las salas de heridos, entre ellas la hermana Consuelo. No había forma en su cuerpo, su figura quedaba desdibujada bajo su amplia saya, y una cofia tiesa y almidonada la coronaba aportando a sus mullidos y rojos cachetes una calidez extrema que nos dio confianza. El olor de la blancura de las telas tiesas de su hábito me empacho de carencia doméstica, las sabanas limpias de la casa de mis padres, aquellos hermosos armarios repletos de ropa blanca limpia y almidonada reposaban en la manos gruesas de la hermana Consuelo. Ella ha sido mi conexión con lo externo, mi unión con la realidad de la guerra, el conocimiento de donde me encuentro y las posibilidades que tengo de salir ileso de este lugar. Es Marzo e imagino los cielos de San Sebastián repletos de nubarrones, y la luz esplendorosa del sol gaditano asomando tímidamente tras la tormenta y los rayos de estos días. Marzo, de 1808 cuando aún éramos incautos jóvenes que admirábamos la revolución y a Bonaparte. Marzo de 1810, cuando antes mis ojos se entreabren los cortinajes de lienzo que separan las distintas salas y un perfume intenso a alhucema intenta aliviar el corrompido aire infectado. Los arboles de este lugar deben ser altos, pinares de agujas intensas que se mueven y mecen al compás de un viento arduo y que estremecen las tiendas en las que nos alojamos. Debo recuperar mi diario, quizás la hermana Consuelo sepa de mis pertenencias y pueda ayudarme, me preocupa la información abundante sobre la situación de los ejércitos españoles y la descripción de Cádiz. En manos enemigas podría usarse para causar más daño a la ciudad sitiada. Diego de Ustáriz Continuará

03153017

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