Polémica Cinco euros al turismo por entrar en Venecia: una tasa muy alejada de la situación actual en Cádiz

Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXXVIII)

  • Resumen capítulo anterior: La fiebre producida por la disentería y la infección de las heridas, es confundida con los síntomas de la fiebre amarilla. Diego, enfermo y débil, logra a duras penas poder escribir sobre los tristes días que está viviendo en compañía de otros presos heridos españoles.

Escribía a Blas, malagueño y artillero de Marina del ejército de Andalucía, una carta concisa pero dura y rotunda para su paisano, un tambor del ejército combinado de Aragón; su paisano, del que no tenía noticias desde que cayó preso tras la batalla de Ocaña. Necesitaba contar en líneas finas y rectas lo torcido del discurrir de la guerra, y no encontraba mejor forma que la de transcribir a pie juntillas los relatos, a veces crueles pero siempre curiosos, de los protagonistas de la guerra.

Desde que mejoré de mis heridas y fiebre Sor Consuelo se había empecinado en que yo era un hombre de letras, solía decir que olía aún a enfermo, a café con dulces galletas, y que mi cuello estirado y tieso sólo podía provenir del uso de la corbata, lo que le hacía intuir que nunca fui soldado. Recuperado, y en espera de acontecimientos que decidieran mi vida, me dediqué a mi oficio de escritor en unas cuartillas que me proporcionó amablemente la monja.

Blas era un hombre sencillo, curtido en la guerra, y lo había perdido todo en ella. Salió de Málaga apenas ocurrido el levantamiento de Madrid y, ya alistado, había combatido hasta su apresamiento. Descalzo y desnudo, hambriento y molido de cansancio, había recorrido los caminos siendo recibido en algunos lugares como héroe y en otros como alimaña, provocando esto una desolación enorme a los hombres que como él venían de luchar como fieras. Pero el cansancio no impidió ni a él ni a sus compañeros emprender una nueva marcha, un nuevo sitio, una nueva batalla allí donde hiciera falta. Hombre que había combatido como artillero en el mar, salió ileso de una de tantas reyertas, y anduvo por los senderos hasta que cayó preso. Es difícil imaginar lo que debe ser combatir en un barco, veinte, treinta o cuarenta cañones que vomitan balas por las dos bandas al mismo tiempo, el estrépito, la inundación del entrepuente, la humareda, el olor a pólvora, los gritos en tan reducido espacio sin escapatoria, todo un alarde de sangre fría para los que maniobran en semejante reducto y para los que controlan y organizan la lucha sobre la nave evitando el desorden. Consideraba que, aunque diversas y sofisticadas estratagemas están admitidas en la guerra, la humanidad, el derecho de los hombres, han prescrito límites y condiciones que podrían minimizar los daños de las batallas, porque, de lo contrario, las condiciones en las que debe luchar siempre un caballero quedaban falseadas. Recordaba casos como lo del brulote lanzado por los ingleses contra el Real Felipe en 1744, o la bala roja que se empleó en 1782 contra Gibraltar, o cómo olvidar el ataque nocturno contra el Real Carlos y el San Hermenegildo en 1801, que acabó con la vida de tantos hombres. Blas no soportaba que los actuales medios y adelantos de la ciencia dieran al traste con toda la tradición, porque hacía inútil el valor individual de los hombres.

Alababa a sus jefes, generales y subalternos, bajo cuyas órdenes había tenido el honor de servir, porque entendía que el mecanismo de la guerra, los auxilios, los recursos que se necesitan son tantos que cualquier soldado, por miserable que éste fuera, debía conocerlos, y conociéndolos y sabiendo de su importancia, reconocer con generosidad su trabajo. Los Reyes resuelven y deciden en plenitud, pero son las personas las que ejecutan sus planes, obedecen ciegamente, aunque a veces se tarda mucho en percatarse de las verdaderas necesidades de esas tropas, de esos hombres valerosos que toman las armas y los caminos. Dictaba tembloroso y asustado, a sabiendas que su querido paisano era parte de los soldados deportados a Europa y que trabajaban construyendo el canal de Brujas en Bélgica.

Muchos soldados españoles hechos prisioneros son obligados a entrar al servicio de Francia. Todos los que aquí nos encontramos pronto seremos trasladados a la Algaida, y allí sabremos cuál será nuestro destino.

Irremediablemente cojo y asustado, salía a ver el sol de la mañana que, reflejado en los montículos de sal de los esteros, impregnaba mis ojos de una luz radiante que me daba fuerzas para seguir vivo. Todas las mañanas se veía desfilar a compatriotas, prisioneros de guerra, rehenes, sospechosos de sedición, marineros y soldados hacia no sé qué lugares. Muchos hablan de deportaciones para los que no juramos fidelidad al rey José. No lo sé, los hay ilustres presos, exaltados y políticos que son llevados a fortalezas francesas o del imperio. Pero los otros, nosotros, los soldados rasos, somos batallones de trabajadores una vez sanos, usados para los trabajos de campo, limpiar marismas, secar canales y hacer cortaduras. Pero lo que sí sé es que la gente que los ve recorrer las calles de estos pueblos, gente compatriota, se compadece de estos desdichados hombres y aumenta el rencor encendido hacia Napoleón.

Estos artilleros son hombres curtidos en los avatares de las batallas, conocen la estrategia de las guerras, el uso de las armas, las embestidas continuas del hambre y de la muerte; mis palabras no pueden justamente recoger lo que siento entre ellos, nada de lo que diga o escriba estará a la altura del reconocimiento que se les debe. Son hombres tan generosos que aplauden y alaban las virtudes de los soldados enemigos, porque saben de la dureza de la entrega entre las balas. Tácitamente se respetan, son portadores de una consigna de admiración entre los bandos, sabedores del sacrificio continuo del que se dedica a las armas. Por esto el trato entre soldados es correcto, ni siquiera los franceses que nos vigilan son capaces de ninguna estratagema indigna, no hablamos, la mayoría no entiende la lengua francesa y, aunque yo la domino, he preferido no hacer gala de ello por si puede valerme para algo en el futuro.

Los días transcurren sin información, es como si, olvidados de la mano del destino, nadie nos buscara, nadie nos extrañara. Esposas que se creerán viudas, hijos convertidos ya en huérfanos, padres que llorarán a los hijos muertos, a los hermanos, porque no hay listas donde aparezcan nuestros nombres, nuestros lugares de origen, donde alguien pueda leer y saber que estamos vivos. Esto es quizás el más cruel de los castigos, vivir inertes en el cuerpo de españoles la pesadumbre de no saber qué ocurre en el otro lado de la patria. Las hermanas y frailes, que intuyen nuestra angustia porque es la angustia de todos los presos del mundo, no dudan en relatar los sucesos más cercanos a estas tierras, adornándolos con florituras y toda clase de metáforas y cantinelas para hacer nuestro encierro más fácil. Y entre sus historias y las nuestras confeccionamos un paisaje único, que quizás no tenga nada que ver con el verdadero pero que es el nuestro, y nos sumerge en cierto bienestar entre tanta tristeza. Es muy curioso que la falta de libertad provenga de aquellos hombres a los que admiré tanto, aquellos hombres que en la Bastilla gritaran libertad contra los villanos.

Podemos pasear por la tarde apenas el sol está para ponerse. La intención es que mejoremos de nuestras lesiones, sobre todo los hombres más jóvenes que tenemos trabajo asignado en algún punto de la línea de asedio. El pinar tiembla esta tarde de marzo, las rachas de viento de levante descuelgan desde los pinos miles de semillas de las que brotarán árboles inmensos, otros árboles, los no nacidos, que darán sombra bajo la luz de la libertad una vez desterrados de estas arenas los ocupantes. Frente a mí, la Isla y la España libre, a pocas leguas de María y de Eduardo, justo en el medio de las dos Españas, percibo el olor tenue de las aguas de la bahía. Los candray están varados a las orillas del caño de Sancti Petri, los molinos están parados, y la molienda, perdida sobre la era. Las ventas cercanas, vacías, sin el runrún constante de los salineros de antaño. La sal amarillea sin que nadie se atreva a recogerla. Tierra peligrosa de balas perdidas; pero a pesar de todo, es la misma pletórica luz la que ven mis ojos, una luz rotunda que ilumina los sueños.

Diego de Ustáriz

Continuará

La artillería en la Armada Española a finales del XVIII

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