Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XLII)

  • Resumen capítulo anterior: Fray Damián ha conseguido convencer a los mandos franceses que necesita de Diego para realizar su trabajo y así poder salir a diario de donde está prisionero. Descubre en el camino que lleva a Santa Ana, mientras que las cañoneras apostadas en el caño de Mínguez abren fuego sobre los carros, que el fraile esconde entre el heno a un soldado español.

Cuesta arriba era el camino hacia la ermita de Santa Ana, aquella atalaya de renombre entre los antiguos navegantes, torre vigía que dominaba desde el cerro la entrada a la bahía, punto final de nuestro viaje en un carro cargado de lastre, José, al que Fray Damián protegía como un tesoro a costa de su propia vida. La vieja mula, traída quién sabe de qué lugar en estos días de guerra, a duras penas podía con el peso de los tres hombres que descansábamos sobre el banquillo y el heno. Las callejuelas pequeñas por las que transitábamos, a pesar de lo temprano del momento, estaban llenas de gente del pueblo y de soldados que, atareados, comenzaban los quehaceres del día. En Chiclana la gente se dedica a las labores de la tierra, a la siembra, al cultivo de vides, cereales y frutos; también los hay que se dirigen a la mar, a la pesca de sardinas y atunes cuando es tiempo de almadraba.

Los álamos que cercan el río Lirio han visto navegar hasta estas mismas entrañas del pueblo a las barcazas, aunque ahora ya al canal lo ciegan la arena y el barro, y el paso es muy difícil y lento, los mismos que dividen la población en los barrios de La Banda y del Lugar, los mismos que han visto a las hermosas mujeres de los ricos comerciantes y personalidades ilustres de la Cádiz reposar del cansancio de sus ocupaciones en sus villas de recreo, en sus espacios para el ocio, saliendo sólo a oír misa a San Sebastián o San Juan Bautista y a darse los famosos baños de aguas sulfurosas.

Llegar al pequeño montículo supuso enfrentarme a la idea de los batallones enemigos. Las tiendas de campaña se extendían hasta el arrecife que unía el lugar con Fuente Amarga, y un sinfín de banderas e insignias de colores ondeaban en lo alto de las tiendas y cuarteles improvisados. Junto a las francesas, algunas que no conocía, aunque entendí que se trataban de los cuerpos extranjeros que pertenecían a la fuerza de ocupación francesa, en su mayoría polacos. Fray Damián lo sabía todo de ellos, llevaban mucho tiempo en la península siendo su participación con la legión del Vístula, contundente en lugares como Somosierra y Zaragoza. Hombres cuyas vidas de campesinos fueron castradas, siendo incorporados por la fuerza a los ejércitos napoleónicos, soldados que vienen a luchar a una España que no conocen, de la que no saben nada y en contra de su voluntad.

El fraile se desenvolvía entre ellos con tanta naturalidad que creí en ese preciso momento que eran españoles. Su respeto, su complicidad en los saludos y el afecto que demostraban hacia éste eran incomprensibles tratándose de los viles enemigos de la Patria. Pero el objetivo era simple, la cordialidad se basaba en la profunda convicción católica de estos polacos y su necesidad de recibir la comunión diaria. Subía todos los días a la ermita antes de continuar las labores que tenía encomendadas, decía misa para estos hombres angustiados que luchaban en una guerra que no era la suya, provenientes de un país tan ocupado como el nuestro.

Sin bajar del carro logró situarlo cerca de la puerta lateral de la ermita, tan justo a esta que cuando fuera abierta por el fraile pudiera José escurrirse y colarse hacia el interior sin que nadie lo viera. Seguro que habían preparado la estrategia de la huida, porque una vez entramos en la sacristía ya no volví a verlo. La sacristía estaba abarrotada de enseres diversos, desde mochilas colgadas en las paredes con clavos y lancetas a paja y trozos de paño y jergones. Sólo un mueble, colocado junto a una hornacina en la que había una pequeña imagen de la Virgen niña con Santa Ana, pudo devolverme a la realidad de que estaba en una iglesia. Fray Damián cerró la puerta de la sacristía y la otra que comunicaba con la pequeña capilla. En el momento en que cerró el pestillo de ambas puertas sentí que nadie le vigilaba; corrió entonces la tela carmesí que estaba tras la imagen y descubrió ante mí una pequeña puerta pintada de color verde, que guardaba detrás de un pequeño cristal un cáliz y una patena. Abrió la aldabilla que aguantaba el cristal a la puerta y al hacerlo la misma cedió, desplazando el mueble entero hacia adelante. Me agarró por la camisa y nos deslizamos hacía el interior de aquel hueco oscuro y húmedo, que parecía esperarlo desde siempre. Como si lo hubiera ensayado hasta el agotamiento, como si la práctica de los días le hubiera ejercitado en esta tarea tan peligrosa, le vi seguro, con una perfección inapropiada para un hombre de culto y no de guerra o de armas, sin miedo, altivo y sereno. Pensaba, mientras andaba a tientas y con el corazón en la boca, que era imposible que los polacos que aquí duermen, que vigilan guardando este punto importante desde el que se divisa Santi Petri, el caño y hasta el puente de Suazo y el Portazgo, desconozcan la existencia de este pasadizo, que ignoren las actividades de este fraile. No logro entender la libertad de sus movimientos, la indulgencia del trato de estos generales polacos a este hombre. Ahora, ya fuera, creo que más bien hay un acuerdo tácito de no agresión, de no inmiscuirse en lo que hace, a cambio de no sé qué compensación.

La luz era escasa, los movimientos, dificultosos, no sólo por mi pierna, que aún me pesaba demasiado y debía arrastrarla para hacer el paso, sino también por la estrechez del túnel, en el que no podíamos abrir los brazos. Escuche la voz de José un poco más adelante y adiviné que iba a liberarlo. Una pequeña corriente de aire me hizo suspirar y tomar aliento, me sentí aliviado ante la esperanza de que llegábamos al término de la aventura. Un pequeño haz de luz que provenía del fondo del túnel se aproximaba. Nadie hablaba ahora, yo no había sido capaz de articular palabra en ningún momento, las manos me temblaban y la camisa amplia que llevaba quedó pegada a la espalda mientras un sudor frío la recorría de arriba abajo hasta mis piernas. La mano de fray Damián se posó sobre mi hombro. Me propinó un apretón de alivio y sentí la seguridad suficiente como para tranquilizarme.

La luz se fue haciendo más intensa hasta que pude contemplar quién la portaba, una mujer menuda de frente despejada y pelo tirante hacía atrás recogido con flores, que sonrió nada más encontrarnos. El fraile entregó entonces a José a esta hermosa mujer, que le devolvía a la vida.

-¿A quién me llevo, Frailecito?

-A éste. Procura, Carmela, esconderlo hasta la noche.

-Ni más tiene que decir.

De pronto, cuando parecía irse, volteó su cuerpo con un desparpajo que movió sus enaguas y dejó las rodillas al aire, extendiendo su mano y cogiendo el fajo de legajos, documentos y cartas de la mano del fraile.

-¡Ah, por cierto!, ¡los papeles!

-He aquí tu correo hacía María, Diego.

Fray Damián sonreía. Todo quedó entendido en cuanto volvimos a la sacristía y quedó clausurad, hasta nueva entrega, el pasadizo de Santa Ana, como lo llamaba el fraile. Mientras abría las puertas a la capilla y yo le ayudaba a prepararse para la misa, pudo explicarse, de forma sigilosa como quien confiesa, abriendo ante mí la experiencia del buen espionaje, la seguridad de un hombre nada corriente que juega todos los días con la muerte.

Diego de Uztariz

Continuará

03153017

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios