Cádiz. 26 de Noviembre de 1810

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXX)

  • Resumen capítulo anterior: Diego se dirige a Cádiz cruzando el fino arrecife que la une a la Isla. Un arrecife apenas perceptible por lo alto de la marea y la arena que lo cubre todo por el fuerte viento de levante. A pesar de las ganas por volver a casa, volver a la familia, Diego se detiene para comprobar como extramuros es un vergel descuidado, sucio y destruido, abandonado por el miedo.

Hace más de un año que empecé a escribir estas Crónicas, las crónicas de mi vida en Cádiz en momentos de guerra. Llegue solo y dispuesto a relatar en las hojas aun vírgenes de mi diario cada uno de los instantes vividos en esta hermosa ciudad que mira por todos lados a una mar pletórica. Vine solo a sabiendas que dejaba en Madrid a María, el amor de mi vida, a la que preñada de mi hijo Eduardo, me aventure a abandonar en las fauces de una capital que olía a perfume franchute. Traspasé las escarpadas cimas de Sierra Morena a petición de mi gran amigo Quintana y aunque no dude que debía hacerlo, es cierto que jamás pensé que mi vida pudiera correr peligro alguno.

Un año de estragos y sinsabores, que me trasformó en soldado, en capellán, en viajero por los pueblos gaditanos, en prisionero, en herido y en héroe a la vuelta a la Isla. Ahora, desde el pretil de la Alameda, mientras los fogonazos se cruzan entre el Puerto y los fuertes y baluartes del Carmen y del Bonete, estreno un nuevo diario, un nuevo cuaderno donde depositar las historias de un nuevo tiempo de espera, la espera en que esta guerra termine.

No he querido hacerlo antes, porque mi cabeza embotada de la podredumbre de la muerte, de la lucha por el alimento, de las traiciones políticas, pedía a gritos un descanso. Y solo los brazos cálidos de María y es sonrisa en la que asoman los primeros dientes de Eduardo, podía hacerme sentir repleto de una vida hasta hace unos días hueca y vacía. Ahora todo es más fácil, más fácil entreabrir mi alma y buscar un nuevo modo de contar las cosas, ahora que voy a colaborar en el Conciso, mi pluma servirá para denunciar cuantas vejaciones he visto, cuantas injusticias en nombre de la libertad he presenciado. Un nuevo impresor para esta cabecera Ximenez Carreño, ha pedido mi colaboración en el proyecto inicial de Quintana, estoy decidido a trabajar con ganas y más sabiendo que en esta misma redacción se preparó la publicación del día 7 de Noviembre de 1810, el decreto presentado por las Cortes sobre libertad de imprenta. Todos las personas tienen el derecho y la libertad de publicar sus ideales políticos sin necesidad de pedir alguna autorización o permiso. Han quedado abolidos los juzgados de imprenta y censura. Solo la propia ética, la profesionalidad de los informantes pondrá el límite en no calumniar o difamar a las personas bajo pena del castigo correspondiente. Ahora sí, cuidado con los escritos sobre religión porque están sujetos a las leyes del Concilio de Trento.¿ Qué clase de libertad es esta que sujeta la lengua a los que hablan con valentía sobre las cada vez más nefastas acciones de los gobiernos y de la Iglesia?. Quedaría el anonimato, pero esto es solo un espejismo, porque los editores deben conocer con nombre y apellidos a quienes escriben estos artículos para poder hacerse uso del castigo. Que mescolanza de formas, principios e ideales que por un lado permite y por el otro prohíbe. A fin de cuentas mi pluma no es libre, o por lo menos no tan libre como mi mente.

La imprenta de Manuel Ximenez Carreño está en la calle Ancha, cercana, próxima al tintineo constante de las murmuraciones, los rumores y los inventos de los más ociosos ciudadanos gaditanos. Me encaminé desde la Alameda, hacía la imprenta con el tiempo justo para entregar mi trabajo sobre el viento de levante que debía salir dentro de dos días. Se me había ocurrido escribir sobre este aire que lo levanta todo, que lo arrasa y lo desplaza todo, porque desde que había vuelto a la ciudad, este viento había poseído a la ciudad y sus habitantes como locos e irritados, lo culpaban de todo lo que acontecía en ella, buen culpable para los excesos de los propios hombres. Las banderolas y gallardetes de las torres estaban raídas y rotas a tiras ante las embestidas continuas de este viento que ya a estas fechas de Noviembre comenzaba a ser frio.

Tenía prisa por dejar el artículo y marchar a ver a Celis, desde que volví del frente, María y mi hijo, me habían ocupado todas las horas del día. Tenía tanta necesidad de verles cerca, de sentir que formábamos un todo, que incluso María dejó de lado sus tertulias en casa de algunas adineradas y cultas señoras gaditanas a las que aún no conozco. Ha dejado de acudir al taller donde confeccionan los uniformes de los voluntarios, incluso a algunas de las escuelas donde contaba cuentos hermosísimos con lo que apaciguar el miedo a las bombas y a los obuses de los más pequeños gaditanos.

La calle Ancha estaba abarrotada de gente, las campanas de San Antonio tocaban las doce, la hora del Ángelus mientras hermosas mujeres con los velos sobrepuestos sobre sus cabezas, andaban presurosas hacía la iglesia. Eso si, sujetándolos firmemente con una de sus lánguidas manos `por el temor de perderlo en una de estas rachas fortísimas de aire.

Las vi, tan arregladas, tan llenas de afeites, de olores y colores que pensé cuanto tiempo hacía que María no había recibido ningún presente mío. Había soportado mi ausencia con el apoyo de su buena madre y de su hermano, que tiempo aquí, tiempo en la Isla, se dedicaba abiertamente a cuestiones políticas. Había logrado conservar la casa que alquilamos, arreglarla y sobrevivir con el escaso dinero que pudo sacar de Madrid embarazada. Yo no había aportado nada a la casa desde que vine a Cádiz, el dinero nunca había supuesto un problema a mis bolsillos en la capital del Reino. Pero ciertamente, quizás sin el apoyo de Quintana, que se ha estado pendiente de mi familia todo este tiempo, no hubiera sobrevivido. Cádiz es una ciudad cara, acostumbrada a que no le falte de nada, a mostrar en sus escaparates los más lujosos productos de todas las partes del mundo, y yo nunca me había percatado de que quizás María se merecía alguna de esos lujos, algún presente que la hiciera devolverla al mundo de los vivos y recuperar el color de la esperanza.

Apenas cobre el artículo que entregue a Carreño, y antes de ir a ver a Celis, pase por la calle de guanteros, donde están las mejores tiendas de la ciudad. Entonces, como si de un niños pequeño se tratara, pegue mi nariz y mis ojos en la tienda de Eladio, donde de una forma impresionantemente bella se mostraban decenas de pares de zapatos, pequeños, puntiagudos, amarillos, rojos, azules, verdes. Llenos de lazos, de adornos e incluso de plumas, a juego con los sombreros más vistosos que jamás pude creer que alguien pudiera colocar sobre sus cabezas. Y presentí a María, mi sencilla e inteligente esposa abriendo un paquete bien enlazado con un par de zapatos carmesís, sonriendo como una niña después de tanto infortunio. El cristal comenzó a empañarse, y al nublarse mi visión volví a la realidad de la guerra cuando una bomba explosiono cerca de San Juan de Dios. Pude irme, y dejar aquel capricho para otro momento, pero entré y elegí los más vistosos zapatos que jamás había visto, y me sentí feliz como un niño mientras me encaminaba a casa dejando a un lado mi visita a Celis.

Diego de Uztariz.

Continuará

03153017

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