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Bicentenario

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXXIV)

  • Resumen capítulo anterior: Es triste contemplar como las exequias celebradas en honor de Alburquerque intentan ocultar la bajeza de aquellos hombres que le condenaron por traidor al exilio, los mismos hombres que hoy se persignan. Las salvas de los artilleros y las canciones patrióticas no hicieron olvidar a los que sabíamos del injusto trato dado a este héroe, que ya era tarde para esto.

Su paso, que ya conocía recio y firme, se encaminó hacia la Plaza de las Nieves, donde otro caballero embozado en su capa le esperaba en la oscuridad de la noche. Apenas pude vislumbrar entre los débiles haces de luz de las velas la entrega de papeles de Matamoros a este individuo. Entraron en uno de los grandes portales de la plaza y pensé en irme, abandonando mis deseos de descubrir el verdadero rostro de Matamoros, a quien todos trataban como un héroe de guerra. Pero no hubo tiempo para la duda, en apenas unos instantes volvió a aparecer en el zaguán de la finca y, acompañado por aquel individuo de baja estofa, se encaminó hacia el muelle sin temor alguno a que los policías de barrio pudieran pedir alguna justificación a su conducta y a su paseo por la ciudad a estas horas de la noche. No pude negarme a mí mismo el deseo irrefrenable de seguirle y verle entrar por una de las puertas pequeñas frente a la Aduana que solo utilizan los funcionarios de los pósitos, entró en el recinto atravesando la muralla y le perdí de vista. Solo cuando logré subirme a una de las troneras del lienzo volví a verle. Las luces del bergantín, en el que pude alcanzar a leer su nombre, María Dolores, tintineaban por el movimiento de la marea; subió la escala, mientras alzaba al aire en un juego sin sentido su bastón.

Tanto la posición incómoda en la que me encontraba como el incipiente aire del norte que había comenzado a soplar con fuerza y sobre todo la preocupación que seguro habría generado en María mi tardanza, me hicieron desistir de mi detectivesco trabajo y decidí volver a casa.

Era el momento más oportuno para entrar en la habitación de Matamoros, al menos sabía donde estaba y tenía el tiempo suficiente para registrarla a fondo. A fin de cuentas, se trataba de mi casa. Acalorado por las prisas desaté mi corbata mientras subía las escaleras hacia la habitación del cubano. María debió escucharme y salió al corredor haciendo señales para que no hiciera ruido, porque acababa de dormirse Eduardo. Solo una señal le bastó para saber que llevaba la determinación de saber quién era ese hombre que desde que llegó a Cádiz se atrevía actuar como si todos le debiésemos algo. Abrí la puerta, y entré en aquella sala donde acostumbraba a leer y que me había arrebatado. La cama que le habíamos preparado quedaba en el centro de la habitación, mientras que, a los lados, el armario y un pequeño escritorio completaban el mobiliario. El resto del espacio lo ocupaban los baúles, las cajas de los sombreros, los paquetes envueltos en papel y anudados en cintas de colores, los zapatos liados en telas de gamuza y colocados sobre la balda del armario. Los afeites sobre la pequeña estantería situada junto a la jofaina, tarros de colonia, polvos, aceites, goma y tenacillas que aún contenían muestras de su pelo tieso y estirado.

No sé en aquel momento qué buscaba, pero pretendía demostrar que había algo oscuro en aquel hombre que enaltecía en el café a los gaditanos, aún hablando de esclavitud y del dominio de la raza blanca sobre todos los indios y negros de América. Algunas detonaciones se escuchaban en la lejanía, y los cristales del ventanal que daba a la calle temblaron. Pude abrir todas las maletas, baúles y cajas, pude deslizar mis manos entre las baldas del armario donde María aún guardaba parte de la ropa de cama junto a las toallas bordadas con nuestras iniciales y que ahora tocaban la piel oscura y brillante de Matamoros. Sin embargo, algo me sorprendió entre la cantidad de cosas que podía haber inspeccionado, algo que sin embargo por su tamaño hubiera podido pasar desapercibido, algo, en definitiva, que no ocupaba un lugar común en aquella habitación. Asomaba de forma incipiente debajo de la cama, solo un pequeño bulto alargado cuyo extremo había quedado enganchado a los flecos de la colcha. Pensé que podía ser uno de aquellos bastones que usaba en la calle y que le servían para realizar esos andares sinuosos que le hacían danzar a cada paso. Tiré despacio, desenganchando la labor que cubría la cama y quedó fuera un paquete envuelto en terciopelo verde, atado con un fino cordón dorado. Su tamaño era el de un fusil y sin embargo no pesaba nada. Allí quedé extasiado, contemplando y elucubrando mil y un pensamientos sobre lo que podía contener.

Volvieron a sonar estruendos en la calle, algunas bombas debieron caer muy cerca y ese incesante ruido me trajo de nuevo de mis pensamientos a la realidad de la habitación de Matamoros. Apenas pude darme cuenta de que María entraba sigilosa a avisarme de que el cubano se aproximaba por la calle, había estado vigilando para que no pudiera sorprenderme y no tuve tiempo más que de colocar mi hallazgo en el mismo lugar donde lo había encontrado, salir de allí apresuradamente y dejar para otro momento mi empeño.

Matamoros subió los peldaños con cierta parsimonia, tambaleándose y dejando caer su peso sobre el pasamano que crujía en su ascenso. Debió sentir el olor a café intenso que María había preparado y servía en la sala, porque entró directamente en ella cuando yo ya degustaba el que me había servido María. Cierto nerviosismo recorría mis manos, que hacían tintinear la hermosa taza de porcelana sobre el plato. Un saludo le bastó para dejar caer su inmenso cuerpo sobre uno de los sillones, que pareció descomponerse al recibir su peso. María pregunto si quería café y con el puro en la comisura de los labios dijo -sí-. Parecía mareado, debía haber bebido mucho, desde lejos olía a alcohol puro y apenas podía mantenerse erguido sobre su asiento.

-Sabes, Diego, no me gustan los españoles. No soporto su afán por parecer felices cuando lo tienen todo perdido. Ahora, las españolas, eso es otra cosa, Diego. Hembras hermosas se cruzan por la calle a diario y todas llevan en la cintura una flor olorosa.

Estuve a punto de estrellar la porcelana sobre la cara del cubano, no entendía la podredumbre de sus palabras frente a María, la falta de respeto hacia mi esposa, mientras sus ojos inyectados la miraban con el ardor de un animal. Si en ese momento María no se hubiera retirado prudentemente le hubiera atravesado con el pequeño cuchillo que se encontraba junto al bizcocho de pasas que estaba en la mesa.

Le dejé allí, dormido, babeando sobre el chaleco de raso amarillo en el que resaltaba su reloj de oro.

Diego de Ustáriz

Continuará

03153017

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