Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXVII)

  • Resumen capítulo anterior: Han aumentado los bombardeos sobre la ciudad desde principios de este año de 1811. A pesar de la burla y la mofa que provoca entre los ciudadanos el escaso o nulo daño que producen, hay un sentimiento continuo de peligro en las calles. Mientras tanto se ha concluido las obras en la Iglesia de los filipenses para el traslado de las Cortes a esta ciudad.

Llegan continuamente fuerzas auxiliares para apoyar a las tropas francesas que nos cercan. Hombres que vienen esclavizados por la fuerza después de haber sido tomado sus países de origen. Suizos, napolitanos, alemanes, polacos y holandeses. Fuerzas que la propaganda francesa se han encargado de dar a conocer en todas las calles de nuestra ciudad. Regimientos de infantería de línea, hasta veintinueve regimientos, cinco batallones y una compañía. Infantería ligera, tres regimientos y un batallón. Caballería, tres regimientos y seis escuadrones. Artillería de a pie, un regimiento y cuatro compañías. Además, compañías de zapadores y minadores.

Efectivamente, los asuntos de la guerra no hacen más que empeorar. Los navíos necesitan de levas continuas de hombres que formen parte de la tripulación que Lapeña está preparando para salir hacia Tarifa. Muchos de los exentos, que se encontraban en la ciudad por dedicarse a labores necesarias para la vida de los gaditanos, ven peligrar dichos privilegios y temen ser forzados a formar parte de la tropa.

La toma de las últimas ciudades ha provocado entre los artículos publicados un clima de desesperanza entre los hombres y una falta de disposición por colaborar con las últimas exigencias de la Junta y de la Regencia. A fin de cuentas, la incursión continua de franceses en nuestras fronteras no hace más que aumentar las críticas a la apatía continua de los políticos y de las autoridades, a las que culpan de todas las desgracias. La ciudadanía no cree que sea el momento de convertir o dar una nueva forma a las autoridades establecidas, no creen que sea el momento adecuado de dialogar y proponer reformas, solo entienden de pérdidas de vida, del incendio de sus casas, de la pérdida de sus bienes. A los patriotas que día a día pierden la salud y la vida les interesa más el desplegar un sistema rápido, seguro y duradero que acabe con la insidiosa y diaria entrada de fuerzas enemigas.

Ayer mismo, mientras cenábamos en casa y las baterías enemigas lanzaban un duro ataque sobre los cansados lienzos de las murallas, Matamoros sentenció: - Más guerreros y no administradores es lo que necesita España. Esta idea circulaba peligrosamente ya no solo entre los gaditanos; muchos periódicos extranjeros escribían sobre la pérdida de tiempo en discursos grandilocuentes y retóricos de nuestros políticos mientras el país se desangra. Puedo entender que el grueso de los ejércitos, que los mandos ajenos a las elucubraciones políticas no tengan puestas en ellos sus esperanzas, pero no puedo entender que este hombre, incapaz de esgrimir con sus gruesas manos más arma que un peine punzante o unas tijeras calientes para adecentar sus bigotes, pidiera cañones y ejércitos. Estos mismos hombres, que veían a la clase política de espaldas a los horrores de la guerra, pedían con vehemencia que las riquezas de la iglesia pasaran a engrosar las arcas de los ejércitos para que pudieran armarse de forma adecuada, vestir a las tropas y alimentar a hombres y soldados. Pero que Matamoros apostara por esto era ridículo, solo la piel de sus lujosos baúles hubiera servido para fabricar cien mochilas a los infantes.

La única verdad en todo esto, yo que he visto de cerca las huestes francesas, el acecho y la presión con que gobiernan en los territorios ocupados, es que el tiempo pasa y la guerra se perpetúa en nuestro suelo. Es cierto que en esta ciudad divina la guerra se vive de espaldas a la bahía, se intuye en los imprecisos bombardeos, pero la gente, nuestros compatriotas pisoteados, no creo que puedan soportar por mucho tiempo más la injuriosa toma de sus casas, de sus tierras, de sus mujeres y de sus vidas. El ejército de Napoleón lleva veinte años invadiendo, acechando y torturando a muchos pueblos europeos, veinte años habituado a la lucha y la pelea. Ahora la propuesta de las Cortes no es solo ser libre ante Bonaparte, es ser libre de todo lo que suponga la ominosa carga que hemos soportado con el absolutismo. Sin embargo, que difícil cuando, entre nosotros, algunos han perdido la honestidad de la conciencia por formar parte desde el inicio de la guerra del gobierno franchute renegando de su sangre y de su patria.

No son solo las discusiones políticas las que ahuyentan el valor de los hombres, a los que el tiempo y la desidia terminarán por hastiar y abandonar la lucha; también hay críticas continuas a los ejércitos, más entregados a exigir continuos ascensos y premios que preocupados por mejorar sus fuerzas y sus hazañas.

Muchos de nosotros, los que vivimos las ansias de libertad en tiempos de la revolución francesa, no entendemos que esos mismos hombres que sembraron de sangre las calles de Paris por esa libertad la usurpen diariamente entre los pueblos de Europa. Muchos de nosotros quizás sintamos la necesidad de cierto terror, de cierta dureza por parte de los políticos para acabar con la situación que nos somete, no son solo unos pocos los que apostarían por acabar con la dulzura y la benignidad con que a veces se gestionan los acontecimientos, por tratar con dureza a los traidores.

Andaba tras los pasos de una manola preciosa, que sentenciaba con sus caderas a permanecer ya en el olvido cada uno de los adoquines donde depositaba sus minúsculos pies. Y entonces recordé a Carmela, moviendo al compás del aire, enrarecido de pólvora francesa, sus sensuales brazos morenos, cubiertos por los volantes que caían de sus hombros. Ahora me gustaría saber dónde se encuentra, no creo que después de correr el riesgo de pasarme al Arsenal haya podido volver a tierra enemiga. Triste desconsuelo para todos los que pudieron ser liberados por ella y no lo han sido por causa de mi propia libertad. Mujer valiente, que supo a golpe de tacones evitar mi muerte en Santa Ana cuando ya era inevitable, y que supo el momento adecuado para parar el convoy maldito que me llevaba preso a Jerez para ser olvidado para siempre. Desde aquel día cualquier mujer de flores en el pelo, de peinas y embutidas faldas de volantes, me hacía pensar en Carmela, aquella mujer por la que hubiera mentido a María.

Diego de Ustáriz

Continuará

03153017

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