Bicentenario

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXIX)

  • Resumen capítulo anterior: El Conciso que recién se estrena en periodismo, habla del miedo de los soldados franceses a los guerrilleros españoles y asaltantes de camino. Soult ha decretado el fusilamiento de cuantos apresen y la exposición de sus cadáveres en las plazas de los pueblos. Pero la Regencia ha respondido: por cada español muerto, tres presos franceses serán ahorcados.

El estrecho istmo que separa la Isla de Cádiz, está cubierto de arena, arena fina y volátil que se cuela entre las rendijas de la levita y que va cubriendo las crines de los caballos. La marea llena, casi hasta el mismo borde del camino y este fuerte viento de levante con el que se inicio Octubre y que no nos abandona, arrecia a estas horas de la mañana. Sin embargo, y pese a que la luz proclama un cambio en el tiempo, hay hombres descalzos y desnudos hasta media pierna que se adentran en el mar. Hombres que recogen y levan redes de arrastre hacía la orilla, o simplemente hombres acostumbrados al alba, a bañarse y quedarse rendidos ante el salitre rotundo de estas olas del Atlántico.

Alejarme de la bulliciosa Isla, politizada y escandalizada por las traiciones y apuñalamientos a la confianza continuos. Olvidar por un instante la locura de relatar día a día a los superiores militares mis actos de guerra, mis humillaciones como soldados, era mi principal objetivo. Volver a casa, volver después de este tiempo de huida hacía adelante, siempre ya hacía adelante. Y sin embargo, como no detener mi montura cerca de este fuerte de la Cortadura donde el frente de Santa María y San José no terminan de resguardar la parte de la bahía. Donde el espigón del infante, ahora cubierto por la marea llena, deja en la baja una explanada tan amplia de arena por la que cabría un ejército completo.

Tengo muchas ganas de llegar a casa, pero no pude más que detenerme una vez traspasado el fortín en el que ahora ya no veía hombres trabajando como cuando me marche de Cádiz, en aquel carro cargado de jóvenes heridos. Ahora parecía que los trabajos estaban paralizados. Cientos de rejas de celosías y pasamanos de escaleras se amontonaban en la parte trasera más cercana a la playa de levante. Las piedras cortadas en sillares se amontonaban a la espera de las manos adecuadas para colocarlas formando el lienzo perfecto en el que estrellarse el gabacho. Creo, que las noticias de las Cortes en la Isla, las noticias sobre la contención de los ejércitos franceses, ha dado al traste con esta obra de ingeniería en la que Hurtado ha puesto todo su empeño. Una nueva puerta para una ciudad sitiada.

Agarrando las riendas de mi caballo hacía la zona desde donde veía el castillo del Puntal, unos seiscientos metros me separaban de ese lugar que voló por los aires cuando apenas empecé a ser soldado, la visión fue estremecedora. Se apreciaban los fogonazos de las lanchas cañoneras y de los obuses disparando hacía Puerto Real. No podía dejar de pensar en aquellos hombres con los que compartí mi vuelta al escrito de denuncia en los bajos de la iglesia Mayor, españoles de bien a los que la dureza de los ataques españoles quizás sesgara sus vidas.

Hombres, desde la distancia menudos, hacían practica de tiro en el campo de las balas contiguo al castillo. En medio, la mayoría de las barracas estaban destruidas, como si el enemigo hubiera penetrado en esta zona de extramuros, creo que ha sido un sacrificio injustificado porque la distancia entre esta gente y el enemigo es demasiado grande. El miedo al bombardeo, ha hecho que la población entre dentro de las murallas de Puerta de Tierra, y aparecen tierras de cultivo abandonadas, en donde algún ganado pasta a sus anchas entre restos de vides y esparragueras.

A paso lento, con mi montura a mi izquierda, me adentré en el camino que lleva hasta la iglesia de San José, frente al nuevo cementerio. Había poca gente en el camino, los cafetines, las tabernas donde yo había visto a hombres y mujeres disfrutar de mañanas de asueto, divirtiéndose y de excursión hasta el mismo ventorrillo del Chato, ahora estaban desiertos.

La casa de Florentina cercana a la fábrica de almidón, era la única cercana a las defensas inglesas en las que se apreciaba algún movimiento. Algunos soldados extranjeros comenzaban el día sentados en los bancos exteriores de la posada, mientras sin que nadie pudiera entenderlos, hablaban de sus cosas y de las cosas lejanas de sus lugares de origen, todo mientras cortaban las hogazas de pan y la aderezaban con aceite y azúcar al estilo gaditano.

Muchas de las haciendas contiguas a la fábrica de yeso, a las pequeñas tiendas de los montañeses, pozos y barracas estaban deshabitadas. Y ya cercano a las baterías de la Aguada, el hospital que yo mismo había visitado, estaba muy abandonado. El de San Carlos en la Isla había acogido a muchos de los enfermos que aquí se encontraban con anterioridad y los comentarios sobre el traslado de los presos franceses que sanaban a los pontones y en navíos a otros lugares, eran ya de dominio público.

Volví a montar cerca de la batería del Romano, donde el mar de la bahía se desdibujaba perfectamente bajo ele tintineo de la muralla del puerto hasta la Aduana. Entonces tuve la sensación de estar cerca de casa, cerca de aquellas calles que había recorrido hacía solo unos meses en las que aún el francés estaba lejos. De la batería de Fajina donde se hacían practicas de tiro, próximo a los vergeles del Rey y a las albercas que avisan de la rotundidad de las murallas de puertas de Tierra, a casa solo quedaba ese camino cuesta abajo de las Calesas, junto a los baluartes de Santiago, a la puerta del muelle y del embarcadero, cercano a los olores indescriptibles del mercado de abastos de la plaza de San Juan de Dios.

Saben de mí, y de mi resistencia a la muerte, pero no saben de mi regreso a Cádiz en esta mañana de Octubre, en la que el viento serpentea entre los gallardetes de las torres miradores y los barcos.

Diego de Uztariz.

Continuará

03153017

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