Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXIII)

  • Resumen capítulo anterior: Vestido como un hombre libre y liberado de toda la trama vivida siendo preso al contarla a sus superiores, Diego quería enterarse de lo que verdaderamente había ocurrido en su ausencia. La Suprema Junta Central Gubernativa del Reino , resignó el poder soberano y lo ha transfirido a un Consejo de Regencia de España e Indias.

La noche era calurosa y un viento asfixiante no permitía el sueño, obligándome a levantarme y deambular por entre las pesadas paredes que dan consistencia y fortaleza a este arsenal. Asomado a uno de los muelles, la calima de este Agosto levantaba sobre los caños contiguos una especie de neblina que no dejaba ver las líneas enemigas.

Desde el caño de Santa Ana, que se adentra en el de Santa Cruz hasta el mismo Puerto Real, todo era una espesa bruma sembrada por luces tintineantes de los farolillos de los faluchos. No es solo el calor aciago el que no permite el sueño, es esta sensación de extrañeza de hallarme libre, de saber que queda poco tiempo para recuperar mi familia. Estoy seguro de que si hubiese permanecido solo unas horas al lado de Carmela, si ella hubiera desvanecido sus largos brazos sobre mis hombros sedientos de golpes de ternura, me hubiese desparramado sobre su pecho y hubiera sucumbido a esos preciosos ojos negros que me han salvado por dos veces la vida. Aquí, en la soledad de esta noche hermosísima en la que parece que no hay guerra y se oyen las olas aproximarse a los muelles en donde se guarecen los barcos, en esta sencilla confesión a mi diario, puedo y debo reconocer que estoy sediento del roce de María, del roce de Carmela, del roce infinito de la noche.

No creo, pese a que el silencio es latente, que nadie duerma ¡Qué difícil conciliar el sueño y no acabar con esta vigilia perpetua cuando se está en guerra! Ayer paseé por las calles de una Isla repleta de gente que se empecina en ponerse a salvo, una Isla que huele a encuentros políticos y a horas de libertad y de cambios. No, no creo que ninguno de estos hombres que día tras día empuñan armas y arrojan balas candentes desde los cañones hasta la orilla, la otra orilla de la patria, puedan dormir. Cómo dormir si en las casas de los islotes de enfrente con seguridad hay parientes, primos, esposas, hijos, que no saben de mitades de tierra, que no conocen dónde acaba el pedazo nuestro y empieza el del enemigo.

Los hombres están preparados en las baterías que protegen este arsenal, la de San Francisco, San José, Santa Lucía o las Cuatro Torres, vigilan los caños del Ladrillo y del Ataúd. Todas hunden su enorme vigor en el fango y en las tierras pantanosas que han obligado a construir puentes y parapetos de piedra y tablones de madera. Las mismas tierras mojadas y húmedas en las que caí preso y en las que a cada instante revienta la vida de los hombres que no llegarán a viejos.

Al amanecer ya habrá noticias de qué hacer con mi vida; las cuestiones políticas y el movimiento de hombres llenos de ilusiones por poner en práctica las ideas liberales impregnan esta ciudad de un nuevo aliciente que se aparta de los avatares de la guerra y de la lucha. Ayer mismo mis credenciales, las únicas que he podido presentar y que he mandado pedir a Cádiz, a Quintana, llegarán en las próximas horas, serán el único salva conducto que me llevará a la libertad. Pedirlo a María hubiera significado ponerla en una situación que no me apetece, tendría que haberla hecho venir hasta aquí, ver lo que ocurre en este lugar al que no está acostumbrada; sin embargo, Quintana no me habrá olvidado.

Ahora que la mañana apunta por tierras ocupadas recuerdo a mi amigo Quintana, en aquellas tardes en que la juventud aún nos pretendía e intercambiábamos libros prohibidos con amigos como José María Blanco, Arjona y Mármol mientras que la madre de White, Doña Gertrudis, alegre y graciosa, permitía ese traspaso de cultura a escondidas abriendo con esta complicidad la visión a unas nuevas luces. Las discusiones inmensas y atrevidas sobre el modo en que se procedió ante la epidemia de fiebre amarilla, la primera vez en que acudí a esta ciudad de Cádiz como corresponsal de prensa, crítico con las rogativas y las misas para acabar con la peste sin acertar a separar a los enfermos de los sanos como pretendían los médicos y doctores más ilustrados.

Recuperar esta parte de mi vida será recuperar mi trabajo, mis ganas de ser padre, poner en práctica las ideas leídas de forma oculta durante un tiempo del Emilio de Rousseau. Contribuir a su educación, impregnarme del amor de la vida, de los besos de la infancia.

Vinieron a buscarme al toque de diana. Apenas había despuntado el alba y tomaba en el cuerpo de guardia una taza de café caliente. Había movimiento en el arsenal, José Serrano Valdenebro, Mariscal del Campo y Jefe de Escuadra de la Real Armada, acababa de llegar a la Isla después de casarse en terceras nupcias con una trebujenera de apenas veinte años, Doña Buenaventura Sánchez, que por entonces vivía en Gaucín, una villa enormemente castigada por las acometidas francesas durante el mes de Febrero y que ha crispado a este valiente que va a ser nombrado Comandante en Jefe de las Tropas y Partidas de Guerrillas que se están organizando en la Serranía de Ronda. Un hombre singular, de una fuerza y porte contundente, que coincidió conmigo, un periodista, un cronista de la guerra, justo en el momento en que creí recuperar mi vida.

Me esperaban en la sala contigua a la plaza de armas y comestibles. Crucé la zona de los almacenes junto a los tinglados destinados a aserrar maderas, dejé la garita que frente al presidio de las cuatro torres vigilaba silenciosa el despertar de los presos de la Armada. El puente de madera que le separaba del recinto parecía a la vista tan débil, tan frágil para lo que se guarecía en el penal, que resultaba alarmante la escasez de tropa que lo cuidaba. Un soldado de piernas cortas y delgadas, que no paraba de frotarse las manos con el fusil colgado del hombro, me conducía junto a las habitaciones de los empleados hasta el parque de artillería, en cuyo anexo se habilitaban unas estancias para los altos cargos del arsenal.

Fue en ese momento cuando le vi, cuando fui capaz de apreciar entre la gente que allí se encontraba la figura de mi amigo, el del semblante sonrojado y desmejorado según le tenía en el recuerdo, Manuel José Quintana. El amigo por el que no dude en venir desde Madrid, el compañero liberal y amante de un sentimiento hacia la patria que yo había desconocido hasta que lo mostró ante mis ojos, el hombre por el que me vestí de soldado y, herido, fui preso de los soldados del tirano. Estaba aquí, esperándome y confundiéndose conmigo en un entrañable abrazo.

Diego de Uztariz.

Continuará

03153017

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