El Tiempo Un inesperado cambio: del calor a temperaturas bajas y lluvias en pocos días

Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. LVII)

  • Resumen capítulo anterior: Diego ha sido trasladado junto a otros prisioneros franceses al Puerto de Santa María. La destrucción de las defensas y los caminos es tal, que necesitan de estas manos para ponerlas en pie de nuevo. El padre Marcos que salió a su encuentro, le habló de la publicación de un nuevo periódico en las islas gaditanas, El Conciso.

Cruzando el Guadalete tomamos el camino de la lonja. Locales abiertos en siete arcos techados de madera, formaban los soportales, lugares ideales para cobijar la venta de pescado y el trato de los comerciantes que aún quedaban en la ciudad ocupada.

Pese a los problemas que la ciudad portuense podía tener, propios de la ocupación francesa, eran otros los temas de conversación de los hombres que se alojaban en dicha lonja. Martín Cubillos, al que saludó afectuosamente el frailecillo, era uno de esos hombres de vocablo astuto, perfecto orador, que, subido en un tonel de madera, se afanaba en defender sus ideas frente a otros pescadores. El problema sobre el que discutían debía ser grave, porque la algarabía crecía por momentos y el griterío de la venta de pescado se confundía con los enfrentamientos entre unos y otros comerciantes que defendían con argumentos sus convicciones.

Martín Cubillos, el censor de la Sociedad Patriótica de Sanlúcar, se desgañitaba queriendo demostrar la utilidad política de las pesquerías; defendía el plantel de los mejores marineros que se conocen en la Nación, que se burlan y superan el terrible poder de los meteoros desoladores, hombres que no presentan otro recurso que el valor y la intrepidez, hombres que son el socorro y el amparo de todas las embarcaciones que están prestas a naufragar entre los cabos en medio de fuertes temporales. Para muchos de los que escuchábamos sus palabras y le veíamos esgrimiendo una especie de panfleto, que él mismo había escrito sobre el arte de pescar en lo que por aquí llaman Bou o pesca de barcas en pareja, suponía entrar en un mundo del que conocíamos muy poco y del que, seguramente, muchos de estos hombres vivían.

Este tipo de pesca, traída desde tiempo atrás por hombres levantinos, estaba siendo denunciada por otros pescadores, los de Ayamonte y la Higuerita, pescadores que culpaban de la falta de pesca en sus localidades a los barcos de El Puerto, de Sanlúcar y de Cádiz, que se trasladaban hasta sus costas cuando se prohibía, por ser época de almadrabas, pescar cerca de El Puerto, barcas a las que consideraban piratas y a sus patrones hombres irreligiosos y libertinos. Culpaban del esquilmo de sus fondos a los faluchos gaditanos; estos y el arrastre de sus embarcaciones han agotado la riqueza que en otro tiempo había en sus caladeros.

Álvaro Grey, ayamontino, dueño de la Aurora, lanzaba improperios al aire, mientras que un número cada vez mayor de gente de El Puerto le acorralaba. La pesca de arrastre, según Grey, mataba los huevos depositados en los fondos y acababa con las hierbas y pastos de los que se alimentaban los peces.

Pese al permiso dado por la Casa de Medina Sidonia y ahora por la autoridad francesa para llegar hasta la Torre del Asperillo, a tres leguas de Sanlúcar, durante el tiempo de la Almadraba desde mayo, los pescadores de Huelva se negaban aceptar dicha norma.

Faluchos armados como en guerra los interceptan, arrestan y embargan, haciéndose los dueños exclusivos de las pesquerías que están frente a sus costas.

La discusión iba en aumento, la milicia francesa se aproximó hasta la lonja en un intento de hacer ver su autoridad y evitar lo que estaba a punto de ocurrir entre los pescadores de distinta procedencia.

Cubillos intentaba hacer ver con sus palabras, mientras que el resto del gremio de pescadores de El Puerto y otros de Sanlúcar y Rota se hacían con palos, cañas y cuchillos, que se les estaba negando la subsistencia, justo en este momento en el que los continuos impuestos les asfixiaban.

El padre Marcos, que parecía complacido por lo que allí ocurría, no hizo ningún ademán de marcharse, es más, me atrevería a decir que el conflicto generado por los pescadores le hacía feliz y el ver a los soldados franceses un tanto asustados por el curso de los acontecimientos le hacía relamerse de placer ante los enaltecidos hombres de la mar que intentaban defender sus derechos.

Estaba claro que las autoridades, desde incluso antes de que estallara la guerra contra los franceses, habían oído los gritos de los ayamontinos con mayor fervor que a los hombres de esta provincia, siendo ya un hecho la prohibición de que pescaran en sus aguas.

Creo que he llegado a entender, no sin temor a equivocarme porque hace tiempo que no escribo más que de la guerra, que el límite al que pueden llegar es la Torre del Asperillo. Sin embargo, para los pescadores de la provincia gaditana el ir con viento en popa a tres leguas de distancia de mar afuera, el abatimiento de las corrientes, la dificultad para fijar la proa a un punto que les sitúe fuera de la línea prohibida, la oscuridad de los horizontes, los vientos, las mareas, les hacen transgredir dicho punto.

No sé de mares, pero cuando visité en barca hace unos meses este mismo puerto sentí que maniobrar en las aguas, que de pronto se serenan y de pronto se embravecen, no puede ser fácil: pasar de una línea imaginaria para no infringir la ley, o quizás sin saberlo ni tan siquiera haber llegado a ella, creer que aún no han llegado a la Torre cuando quizás ya están frente a las costas de Ayamonte.

La necedad del tema entre gente tan cercana en la tierra, la necesidad de una frontera irreal por la pesca en un momento de guerra, me parecieron ingenuas y absurdas ¿Acaso no irían los pescadores de Huelva, arrastrados por los vientos del invierno o las mareas, hasta aguas portuguesas en Tavira o San Vicente? ¿Acaso es mejor naufragar y dejar que los hombres se ahogaran por no cobijarse en los abrigos de Ayamonte?

Para Cubillo estaba claro, no hay interés en pescar en sus costas más que la accidentalidad que a ella le lleva, pues la tardanza en traer la pesca les hace perderla y no hay nada peor que pasar las fatigas de la mar para no alcanzar ningún beneficio.

Diego de Uztariz.

Continuará

03153017

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios