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Bicentenario

Las crónicas de Cádiz (Cap. II)

  • Tras atravesar el Norte de Andalucía y recordar los acontecimientos de Bailen, Diego de Ustáriz llega a Sevilla sin dejar de reflexionar sobre el sentido de ser o no afrancesado

Emprendimos nuestro  camino hacia tierras gaditanas, sobre un coche de colleras, por esas carreteras a veces intransitables a veces mejoradas por Floridablanca como camino prioritario desde Madrid hacia las Américas. Hemos pasado unas horas en Sevilla, las justas para comprobar y leer algunas noticias sobre los acontecimientos más recientes ocurridos en la ciudad.

 El 10 de agosto pasado, desde la Junta Suprema de Sevilla, salieron correos hacia la América Española para informar de lo que estaba ocurriendo en el país. Necesitábamos el apoyo de las tierras americanas, no como colonias sino como integrantes de nuestro territorio. Deben declarar la guerra a Napoleón y apoyar a Fernando VII como único monarca. La Junta de Sevilla ha quedado habilitada como tal con todos sus poderes, y se percibía en la ciudad el apoyo incondicional de esas tierras lejanas tanto en la donación de capitales como en  el apoyo moral, aunque el temor a una insubordinación está  latente.  Desde el 1 de mayo la preside  José de Astorga, conde  de Altamirano,  tras la muerte del Conde de Floridablanca.

“…que los dominios españoles en América no eran colonias, sino parte esencial e integrante de la Monarquía; así que deseando estrechar de un modo indisoluble los sagrados vínculos que unían a unos y otros dominios, correspondiendo a la heroica lealtad y patriotismo que acababan de manifestar las Américas, declaraba que debía tener parte en la representación nacional y enviar diputados a la junta central”.

Esta América gobernada de forma autocrática, que de seguro ignora los terribles acontecimientos que suceden aquí, está bajo el designio de esta Junta, hoy llamada de España e Indias. El periódico de Quito, “Primicias de la cultura” intenta hacerse eco de todo lo que pasa, pero los correos marítimos han tenido que ser modificados por la guerra y todo se ha ralentizado.

Sevilla siempre me ha parecido un clamor al cielo, llena de un bullicio constante que mezclaba risas y llantos. Al inicio de esta centuria, yo ya estuve aquí, como lo estuve en Cádiz, alertados por la gran cantidad de muertos que las epidemias habían provocado. Cerca de quince mil almas cayeron presas de las garras de la peste, en una ciudad que a pesar de ser de las más hermosas que jamás he visto, tenía fama de ser insalubre e insana, donde las charcas de aguas impuras  por los cientos de pocilgas que cohabitaban con las personas y las continuas inundaciones que llegaban a Triana por la Huerta del Mariscal ocultaba la otra hora esplendorosa ciudad de Híspalis.

Todos los que nos dedicamos a este noble arte de escribir, nos hicimos eco de aquel despiadado  bando fernandino que se encargo de atropellar a Godoy desde las tertulias del café La Paz en la calle Génova. A nadie nos asombro que cuando este fue destituido  las campanas de la Giralda repicaran para acompañar el engalanamiento de las mejores casas sevillanas. Este amor a la sublevación contenida, explotó como polvorín cuando se supo que las tropas de Dupont se dirigían a Andalucía. Explosión clamorosa que  el conde de Tilly y el padre Manuel Gil supieron dirigir hacía la formación de la Junta. Pero el odio y animadversión contra los franceses, llevaron al linchamiento del conde del Águila por afrancesado, hecho brutal imitado con Solano al finalizar Mayo, por los gaditanos.

 Esta es la Sevilla que dejo, polémica en la vida política y efímeramente empobrecida tras la pérdida del monopolio con las Indias. La Junta instalada en los Reales Alcázares, tiene la pompa y el ceremonial de la corona. Cuentan que hasta la cuesta de Castilleja todo el ayuntamiento en pleno salió a esperar a la Junta Central el 17 de diciembre de 1808, mientras se disparaban cohetes desde la torre de Santa Ana. Todas las campanas de la ciudad repiqueteaban cuando la comitiva se acercaba a Triana. Desde el puente de Barcas hasta los Reales Alcázares las tropas formaban un doble cordón mientras que las orquestas colocadas en la puerta del Sagrario festejaba la llegada de los nuevos vecinos.

Mientras recorría las viejas riberas del Guadalquivir y apreciaba las escenas de toros bravos y hermosos caballos con sus garrochistas montados, añoro las sierras y olivares que he dejado atrás y que me han hecho suspirar porque su fuerza de muralla natural pare a estas huestes enemigas. Ahora, las chumberas, palmeras, higueras y limoneros atraen, como la miel a las abejas, a esta calima que  asfixia, a este  cielo limpio de nubes que no da tregua a la sombra.

Llegando a  las Torres de Locaz, provincia de Cádiz,  he visto olivares frondosos y molinos  que acompañan el camino que nos dirigía  a dos tiros de fusil hasta la venta de San Antonio,  dejando a la derecha del camino una hacienda de trigales y encinas de enorme valor. Cruzamos  sobre unas alcantarillas que salteaban  dos gargantas provenientes de la sierra hasta la  Venta Real  del Cuervo, frente a la casa de postas que lleva su mismo nombre, mientras que contemplaba  a uno y a otro lado de la calzada tierra y más tierra de labor y buena suerte de viñas.

El calor que nos acompañó se hacía insoportable, paramos a refrescarnos junto al  cortijo de La Romanina con el agua fresca que alivió mi polvorienta y seca  garganta. Estoy cansado, temeroso de lo que puedo encontrar en estas tierras aún vírgenes para el coloso francés y nervioso por conocer las últimas noticias llegadas de Madrid.

Atravesamos gargantas procedentes de la sierra de Gibalbin hasta el pino de la legua, lo que me hizo  pensar que estábamos   precisamente a una legua de Jerez.

De Jerez fuimos hasta El Portal, donde el Guadalete hace una pequeña ensenada y  se embarcan los productos agrícolas y los buenos vinos que da esta tierra para conducirlos hasta la bahía, desde donde son transportados en grandes barcos a países lejanos para ser comercializados. Dejamos a un lado el castillo en ruinas de Doña Blanca. Pasamos tras El Puerto de Santa María los puentes de barcazas de San Pedro y San Alejandro. Cerca ya de Puerto Real,  vimos el pozo de los Carretones que suministra agua a toda la zona. El camino siempre por tierras fértiles atravesó el Coto de la Algaida y arboledas de frutales.

Entendí entonces, mientras me aproximaba a la Isla de León, lo importante de mantener este lugar alejado de las fauces del ejército francés. Éste debe ser el reducto y  la esperanza última de redimir esta España oprimida.

En la venta de Afuera, a una legua de la Isla, paramos a descansar. Había bullicio entre los salineros. Las noticias les llegan a destajo, entre las idas y venidas de los caminantes. Que si el  Conde duque de Wellington ha derrotado a los franchutes y al general Víctor en Talavera, que si éste fue el mismo que acabó con el general Soult en Oporto, que si en Cádiz le van a recibir como a un héroe. No sé qué saben en verdad.

En medio de unos vasos de vino, alguien cantó dirigiendo las  letrillas  a unas impactantes ilustraciones  satíricas colgadas de la pared de la ventilla.

Tengo yo una cachuchita que siempre está suspirando y  sus ayes y suspiros se dirigen a Fernando. Vámonos, cachucha mía. Vámonos a Puerto Real que para pasar trabajos lo mismo es aquí que allá. Muchos que se dicen sabios llaman preocupación la lealtad que domina por Fernando a la nación. Vámonos, cachucha mía, vámonos a la frontera de Fernando la correa.

Me quedaré unos días en la Isla de León desde donde escribiré a mi querida esposa  y enviaré algunas notas sobre la situación en esta parte libre de la patria.

03153017

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