La opinión invitada

Sobran los motivos para rechazar los transgénicos

  • Polémica por el cultivo o importación de alimentos modificados genéticamente.

HAY muchas razones para rechazar los transgénicos. Quizá algunas sean emocionales, como señalan ciertas voces, lo cual no las convierte en menos válidas. Pero también las hay racionales, científicas y legales.

Recientemente, la Comisión Europea ha decidido que los estados puedan prohibir o no el cultivo de transgénicos, incluso aquellos que hayan sido autorizados por la propia UE. De este modo, la Comisión cede a las presiones de las grandes empresas, y podrá autorizar los OGM (Organismos Genéticamente Modificados), aunque la mayoría de los gobiernos nacionales se opongan, dejando en manos de éstos la decisión final de permitirlos o no en su territorio. Once países, entre ellos Alemania, Francia e Italia, los han prohibido. Incluso algunos han ido más allá, como Italia, que además de prohibirlos, ha solicitado a la UE que no se renueve la autorización del maíz transgénico MON 810 de la multinacional Monsanto.

En un mercado común, no tiene mucho sentido amparar normativas opuestas en función del gobierno de cada país. Pero, además, en este caso, no es posible establecer fronteras que impidan la contaminación, por lo que un estado podría ser incapaz de cumplir o hacer cumplir su propia ley.

El de la imposibilidad de evitar la contaminación es uno de los principales argumentos en contra de los transgénicos. Allí donde se implantan, los productores del entorno corren el riesgo de ver contaminados sus cultivos, y no hay ningún tipo de compensación. Sabemos de productores aragoneses que no pueden cultivar maíz convencional, porque nadie certifica que no sea transgénico. Esta es una de las formas en las que el transgénico resta libertad a los agricultores, al impedirles elegir su cultivo.

Pero hay más. El transgénico significa sometimiento a las multinacionales que suministran las semillas y fitosanitarios asociados. El productor firma un contrato y establece una relación de dependencia. Al principio, las condiciones son buenas, pero van empeorando cuando la vinculación ya está consolidada. De ese modo, nos hacemos esclavos de empresas a las que tenemos que comprar productos que en cualquier momento pueden dejar de ser útiles y efectivos.

Además, el transgénico no es rentable para nuestro modelo agrario. Puede suponer un incremento de producción, pero sólo en los dos o tres primeros años. A partir de ahí, el rendimiento baja y hay pérdida económica, por la menor producción y los mayores gastos en tratamientos que estos cultivos requieren. Quizá se pueda mantener la rentabilidad en explotaciones de cientos de hectáreas, que aplican la economía de escala, pero no en Europa, donde la explotación media no llega a 25 hectáreas.

Hasta ahora, como se puede ver, las razones para rechazar los transgénicos son bastante lógicas y racionales. Para añadir otro argumento, tenemos que recordar que los consumidores europeos, de forma mayoritaria, rechazan los transgénicos, y que nuestras producciones tienen una clara vocación exportadora, por lo que si hay contaminación o si se relajan las normas, perdemos mercado y se desprecia todo el trabajo realizado para mejorar la calidad. No olvidemos, por ejemplo, el bloqueo que sufrió nuestra miel en Alemania en 2012, porque una organización de consumidores descubrió trazas de transgénico en algunas muestras procedentes de Sudamérica. La asociación España/transgénico (dado que nuestro país es el que acoge más hectáreas de transgénicos de la UE) hizo que nuestros apicultores pagaran las consecuencias. El transgénico amenaza igualmente nuestra supremacía en producción ecológica, en la que somos pioneros y líderes.

Además, por ese rechazo mayoritario del ciudadano, el transgénico tiene un precio menor, porque ciertos mercados no lo quieren. El maíz español se paga peor que el francés, por ejemplo. Y cada vez con más frecuencia las grandes cadenas de distribución buscan producto no transgénico, como está ocurriendo con la soja, ante la demanda de los consumidores.

Nuestro rechazo tiene, pues, fundamento económico (no salen las cuentas), pero también científico. Es cierto que no hay datos sobre los efectos que puede tener el consumo humano de transgénicos. No hay datos, pero hay dudas (porque sí hay estudios de sus consecuencias en otros seres vivos), de ahí que en estas cuestiones rija el principio de precaución. Y sí hay otro tipo de evidencias: el transgénico afecta a la biodiversidad, pues provoca la desaparición de variedades vegetales y animales y, por otro lado, su modo de actuar termina volviéndose en contra cuando la especie a las que se quiere eliminar adquieren resistencia. Así sucedió en Estados Unidos con el amaranto, que tiene facilidad para incorporar la modificación genética del cultivo transgénico.

Rechazamos el transgénico, y no hemos entrado a hablar de salud ni de la defensa del medio ambiente. Hay motivos. Muchos. Y también muchos intereses por que se escuchen otras voces que, por cierto, también recurren a argumentos "emocionales": el transgénico puede acabar con el hambre en el mundo. La realidad se empeña en demostrar que esto no es que sea emocional: es que es falso.

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