Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

El ocaso de un líder

La espalda de la historia

  • El 17 de julio de 2008 el Rey acudió a la casa del ex presidente a entregarle el Toisón de Oro El hijo de Suárez plasmó en una foto su último encuentro

Hay personas que la realidad no necesita. Le sobran. Quedan fuera. Y no tiene que ser necesariamente a causa de un deterioro en la salud. ¿Hay algo más tangible que una enfermedad, el dolor que provoca, la decrepitud que trae, la decadencia a la que nos aboca? No, la realidad puede deshacerse de cualquiera, ya esté en plena forma o lastrado por los achaques. Ni importa que en algún momento, real, hayan jugado un papel decisivo en la actividad a la que se dedicaban. Si la realidad se impone -y vaya si lo hace- y ya no tienen que estar ahí, lo dicho: quedan fuera. Desahucio. Fin de partida. En el argot se conoce como la cruda realidad. Pero más que cruda, es cruel.

No hay ámbito social que no esté expuesto a esta temible, y temida, circunstancia. En los negocios, en el trabajo... Y por supuesto, y sobre todo, en la política, repleta de cadáveres vivientes como una película de zombis. En ese terreno no hay acta de jubilación más extensa y desaprensiva que la historia. Está infestada de huidas, de renuncias, de despedidas y hasta de desapariciones. Es verdad que también hay valor, arrojo, temeridad y hasta heroísmo, pero al mismo tiempo está plagada de episodios de cobardía, conspiraciones, corrupción, engaños y falacias que culminan en el ostracismo y el olvido. Están los abrazos y están las puñaladas. Están los besos y los escupitajos. La realidad política ofrece alguna que otra mañana de sol radiante, pero lo que abundan son noches heladas.

Suárez entró en una de ellas hace ya bastantes años para no salir. Pero mucho antes de que las lagunas del alzhéimer anegaran su cerebro. Desde 1981, la realidad apenas contó con él, ni tampoco necesitaba su aventura al frente del partido con el que quiso recuperar la singladura embarrancada de UCD, la del CDS. Para entonces, todo se había descentrado. Y Suárez se difuminó. Como un duque demediado. Lo que hizo durante la década siguiente fue asistir desde su escaño de diputado al naufragio del centrismo tal como él lo había patentado en España. En los fastos de la Expo ya nadie recordó al ex presidente, que un año antes, después de que los votantes de las municipales ignoraran al CDS, abandonó definitivamente la política y entró en una noche de niebla, cada vez más espesa.

Transcurrido algún tiempo, se tuvo noticias de él. Adolfo Suárez junior seguía los pasos de su padre y en 2003, desde las filas del PP, intentaba convertirse en presidente de Castilla-La Mancha. El progenitor lo arropó, como pudo, en un acto electoral en Albacete el 2 de mayo de ese año. Se trabó en el discurso, cuyo hilo perdió más de una vez. Fue su última aparición pública. Y después, su propio hijo, en el programa de televisión Las cerezas que conducía Julia Otero, en 2005, reveló que Suárez era víctima del alzhéimer. No tenía ni idea de haber sido el dinamitero que puso las cargas controladas en los pilares del franquismo, no recordaba que había sido presidente del Gobierno -del último de la dictadura y del primero de la democracia- y que fue secuestrado por guardias civiles golpistas el 23 de febrero de 1981 en el mismo Congreso de los Diputados. No sabía quién había sido ni quién era. Y no sabía quiénes eran los demás: cuando le comunicaron que su hija Mariam había muerto, preguntó: "¿Y quién es Mariam?".

De manera que tampoco supo quién era el individuo que aquella mañana de julio de 2008 le echó el brazo por encima y paseó con él por el cuidado césped de su casa de La Florida, en Madrid. Un tipo más alto que él que había ido a imponerle en una ceremonia privada en su domicilio el collar de la Insigne Orden del Toisón de Oro, y que después, sin el envaramiento que apelmazan a los asistentes a esta clase de actos, echó a andar con él por el jardín, componiendo una suerte de extraña pareja, consumiendo el tramo final de dos hombres y un destino, dando la espalda al pasado, a la historia, cuando hacía ya mucho tiempo que la historia se había olvidado de Suárez, enfermo de alzhéimer.

Sostiene Gregorio Morán en su libro Adolfo Suárez. Ambición y destino que la fotografía, premio Ortega y Gasset, hecha por el hijo del ex presidente, fue "preparada, disparada, retocada, edulcorada y enviada a los españoles" posiblemente con la intención de que incluso a los más recalcitrantes nos temblarán los labios, se nos humedecieran los ojos y sintiéramos un pellizco en el pecho, como en esos finales de películas que echan mano del sentimentalismo para echar el cierre a un relato del que siempre se nos inculcó que teníamos que estar orgullosos. Son esos dos hombres de la imagen sus protagonistas, con sus nombres dominando el cartel de la película de la Transición. Y es el final. Uno de ellos ya no sabe quién es, de qué le hablan, por qué han ido a verle y a llevarle un collar. ¿Por qué? ¿Para qué? El otro hombre le habla, ¿qué le dice? ¡Qué grande fuiste, Adolfo! ¿Eso le dice? ¿O le dice qué grandes fuimos? El Monarca de la reconciliación de los españoles, ¿por qué no iba a suturar la herida que abrió, como cuando la uña se separa de la carne, con el hombre con el que organizó todo esto, con el hombre en cuyas manos puso el timón del país y al que luego -¿por razones de Estado?- dio también la espalda?

Pero Suárez no responde. No puede. No sabe. La mirada ida en el césped, en los árboles del fondo. El clic de la cámara capta el instante. Hay sincronía en la imagen. Parecieran, si se tratara de un musical, una pareja de baile, una suerte de Kelly y Astaire. Hasta en el paso de ambos hay comunión. Y todo el colorido de la escena funde en negro. Fin de La Espalda de la Historia. Ahora sí. Aparecen los créditos del reparto. Rey Juan Carlos: Él mismo. Adolfo Suárez: Él mismo. El público, los españoles, se levantan, salen en silencio de la sala. Se van.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios