OPINIÓN. AUTOPISTA 61

¿Y en qué trabaja ahora?

Esa es la pregunta que suelen hacerte los periodistas cuando te dedicas a la promoción de un libro o a viajar por algún motivo de trabajo. Cada vez que la oigo, me acuerdo de los viajes en tren y los trasbordos en esas estaciones que uno no sabe si son un tanatorio o un teatro de la ópera o una planta de fabricación de biocarburantes (o quizá las tres cosas a la vez). Y me acuerdo de los móviles que suenan a todo volumen en el vagón, y de las conversaciones en el asiento trasero –un ejecutivo que le cuenta a otro cómo son sus cacerías en Namibia o sus entrevistas de trabajo con ingenieros de caminos de Rumanía–, y de la mujer del asiento delantero que le recuerda a su secretaria que no se olvide de enviar el paquete de las ordenanzas fiscales (¿qué seré eso?) por mensajería urgente.

“¿Y en qué trabaja usted ahora?”, repiten los periodistas. Eso mismo me pregunto yo. Y me acuerdo de los desayunos en los salones inmensos de un hotel que por la noche parecía lleno, al menos por los ruidos que surgían de las habitaciones, pero que ahora parece vacío, ya que no tengo más compañía que un grupo de turistas escandinavos que hacen el camino de Santiago y que ya llevan puesto su equipo de ruta (¡esas botas claveteadas, esos chalecos de cazador de elefantes!). Y luego me acuerdo de la conversación a gritos en la habitación de al lado (alguien le comunicaba a su mujer que estaba muy bien, “todo en orden, cariño”, y sin duda era cierto, a juzgar por las risitas femeninas que se oían en la misma habitación). O me acuerdo del ruido de una percha a las doce de la noche, o del secador de pelo que empieza a funcionar, como si tuviera vida propia –y quizá la tenga–, a las seis en punto de la mañana, o de la televisión a todo volumen que alguien se ha dejado en marcha (“Mil euros al primer televidente que nos envíe un SMS diciéndonos cuál es la capital de Francia”).

“¿Y en qué trabaja usted ahora?”, oigo de nuevo, esta vez con un tono de impaciencia. Y me callo porque pienso en las mujeres –y en los pocos hombres que comparten las llamadas tareas del hogar– que tienen que hacer la compra, y llevar a los niños al colegio, y acordarse de poner la lavadora y de bajar la ropa de la azotea y de planchar la ropa. Y no sólo eso, sino que también deben encargar la tarta de cumpleaños del niño y preparar la comida y fregar los platos.

“¿Y en qué trabaja usted ahora?”, preguntan casi con rabia los periodistas. “Bueno, de momento estoy tomándome un descanso”, me oigo decir. Y quizá sea cierto.

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