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Tribuna

Manuel bustos rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

El sello de Lutero

El sello de Lutero El sello de Lutero

El sello de Lutero / rosell

La reciente edición por parte del Correo Vaticano de un sello conmemorativo del V Centenario del nacimiento del protestantismo ha causado revuelo entre muchos católicos. No cabe duda que se trata de un hecho sin precedentes, que sobrepasa los límites del espacio cristiano. ¿Qué sucede en la Iglesia para que se haya producido un hecho tan aparentemente insólito? Pensemos que, durante siglos, ambas confesiones se han combatido, unas veces de forma violenta, otras mediante la controversia teológica.

A simple vista parece lógico adjudicar el hecho a los avances del ecumenismo, es decir al acercamiento entre las iglesias cristianas históricamente separadas. Sin embargo, conviene ampliar la perspectiva, para integrarlo en el conjunto de rápidas transformaciones, en pequeñas dosis, a que se ve sometida la Iglesia desde dentro: para algunos un cambio de paradigma, a pesar de los esfuerzos por minimizar sus efectos, apoyándose en la parte más respetuosa con la tradición doctrinal y pastoral de los contenidos del cambio, y del intento de soslayar los aspectos menos respetuosos con ella. Aunque exista un terreno abonado para su aceptación, subyace un temor cierto a la posibilidad de una ruptura o a ser marginado por oponerse a las iniciativas. Lo que ocurre en la Iglesia no tendría mayor trascendencia de no afectar a los 1.285 millones de católicos del mundo -el 17,7% de la población mundial-, no existir la vocación de llegar con su mensaje a todos los hombres, y ser un elemento esencial de nuestra cultura.

La Humanidad se halla ante una gigantesca mutación que, junto a las promesas de mayor bienestar de mano de la ciencia y la tecnología, está amenazada por el cambio del concepto mismo de hombre y de lo humano. Existe toda una serie de fuerzas, más peligrosas probablemente que la atómica, cuyo control empieza a escapársenos. Y sus más duros efectos podrían llegar en el transcurso de un par de generaciones, unidos a los de otros procesos paralelos externos. La imagen bíblica del Apocalipsis, no por azar tan reiterada últimamente en las películas, pasa de ser una mera ficción o elucubración mítica a convertirse en una posibilidad.

En este contexto, el papel de la Iglesia debería quedar socialmente revalorizado como proveedora de esperanza para un hombre falto de sólidos fundamentos de sentido y con crecientes dificultades para distinguir el bien del mal, si no fuese por dos razones: el cambio en su seno y el rechazo de sus enseñanzas como parte misma del proceso que estamos viviendo. Es decir, la Iglesia y la antropología cristiana vistas como enemigas de la libre voluntad del hombre y de la construcción de un futuro a su guisa.

La apertura de la Iglesia al mundo y al diálogo con él de las últimas décadas, dirigidos a hacer más visible a Cristo, parecen resolverse en una progresiva pérdida de identidad, en el adelgazamiento de su mensaje, sin llegar por ello a desempeñar dicho papel. Ciertamente, no es algo cuya responsabilidad corresponda sólo a ella. La evolución de la sociedad y su cultura a partir de los años sesenta se ha basado en una crítica creciente al cristianismo, fundamento de nuestro mundo occidental.

Ese perfil bajo, ahondado ahora, ha facilitado la emisión del sello de marras con poca crítica, y hecho que la convergencia con los protestantes sea más fácil. Entre dichos cambios, está la importancia adquirida por la subjetividad e individualidad del creyente y del pastor sobre la tradición y la norma; la descentralización, voluntariamente asumida, en lo administrativo, doctrinal y litúrgico, al igual que la aceptación de situaciones personales y familiares minoritarias, hasta ahora consideradas anómalas y llamadas a un cambio de vida. Para este último aspecto la Amoris Laetitia ha constituido un verdadero punto de inflexión. Sin olvidar la posible desfiguración futura del concepto tradicional de sacerdocio, mediante la aceptación del cura casado o la mujer como receptora de órdenes, a semejanza de lo ocurrido en buena parte de las confesiones protestantes.

La difuminación afecta también al lugar de la religión católica con respecto a otras confesiones, al situarla, en nombre de la paz y la tolerancia, casi al mismo nivel en cuanto a su poder salvador del hombre. Lo cual supone desactivar el fervor misionero, no obstante las continuas llamadas a preservarlo. Crece en su lugar la preocupación por lo social y el medio ambiente. Añadamos, sin ánimo de ser exhaustivo, la presentación de un mensaje aligerado de todos aquellos elementos que más pudieran inquietar al hombre de hoy, como son los que se refieren al componente dramático de su vida (el final de los tiempos, la muerte o la posibilidad de condenación), en favor de su rostro más amable y bonancible, considerando que la recuperación del Dios misericordioso, bastará para acercar a quien no cree a Él. En resumen, cuando el hombre más necesitado parece de su palabra firme y coherente, la Iglesia da la sensación, deseando un acercamiento, de renunciar, yendo si preciso fuera contracorriente, a ese papel de liderazgo espiritual, apostando en cambio por un modelo líquido en paralelo con el social. Es imposible no recordar el deseo de Chesterton, hoy incumplido, de ver una Iglesia que mueva al mundo, no que se mueva con el mundo. Pero aquellos tiempos parecen quedar ya lejos.

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