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Tribuna

Manuel bustos rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Cádiz

Los límites del diálogo

Quien hoy esgrima la palabra diálogo, individuo o grupo, sabe que contará con la aprobación de muchos, sin necesidad de arriesgarse a una toma de posición comprometida y difícil

Los límites del diálogo

Los límites del diálogo

Las ideas y las palabras que las representan ascienden o bajan, como los valores de la Bolsa, según los tiempos. Vivimos una auténtica efervescencia del vocablo diálogo, casi siempre acompañado de otros tales como entendimiento, consenso, tolerancia y paz. No discutiré que ello responda en el fondo a una experiencia y un deseo, hoy muy extendidos, resultante de tanto conflicto, a veces por motivos racionalmente irrisorios, y de la conciencia de la capacidad lograda por el hombre para provocar un daño irreparable. Pero también obedece a un deseo, producto de la confianza en que, mediante una adecuada educación para la paz basada en el respeto, se pueda llegar a un orden mundial afianzado en la fraternidad y la concordia, ambos vocablos, al presente, tan totémicos como los anteriores. A la postre vendría a recoger las viejas aspiraciones de la Humanidad, hacederas por la sola voluntad del hombre concienciado de su posibilidad, confiado en su capacidad para construir su propio futuro de felicidad y armonía.

Es esta confianza precisamente, aun cuando la realidad nos muestre tozudamente, en el día a día, lo contrario, la que ve en el diálogo una especie de piedra filosofal capaz de solucionar todo tipo de conflictos entre los hombres. De ahí la consigna: diálogo, diálogo, mucho diálogo. Quien hoy la esgrima, individuo o grupo, sabe que contará con la aprobación de muchos, sin necesidad de arriesgarse a una toma de posición comprometida y difícil. No se moja y, al no hacerlo, pocos podrán criticar su apuesta, a no ser que se muestre excesivamente pesado en su reivindicación. Dirán, tal vez, que se coloca de perfil; pero difícilmente podrían reprobar su propuesta, pues son pocos los que desean pasarse al lado de la defensa costosa o la confrontación. El panorama actual es rico en ejemplos.

Pero, ¿dónde están los límites del diálogo? A juzgar por la tendencia hoy en boga, serían prácticamente inexistentes, siempre que haya voluntad de llegar a acuerdo. Sin embargo, debajo de tan estimable como extendida opinión, existe un riesgo cierto de injusticia, de agravio comparativo, de mal ejemplo desmotivador. Rara vez las partes llevan tras de sí el mismo bagaje. Y si para que haya un diálogo fecundo y pueda llegarse a un acuerdo hay que situar ambas en el mismo plano, hacer tabla rasa ignorando el pasado, los antecedentes o las conductas de cada una de ellas, de igual modo que sus diferencias, podríamos estar actuando injustamente, siendo cómplices de un craso relativismo. Es lo que suele suceder, en casos extremos pero no infrecuentes, cuando, para llegar a la paz, se coloca al asesino en plano de igualdad con la víctima, a quien incumple deliberadamente la ley con quien se esfuerza en su cumplimiento, al extorsionador con el extorsionado. O si en aras de la paz y la concordia, para contentar a los primeros frenando su ira, ni se les afea su conducta, ni se les castiga como merecen. Incluso, si criticásemos a los agraviados por no conformarse con la paz que les toma como rehenes en aras del entendimiento. Al final se llegaría a la conclusión de que no merece la pena perseguir al mal, ni que el bien sea recompensado.

A veces, la invocación al diálogo se convierte asimismo en una coartada. Se trataría de evitar la represalia que merecen las afrentas, cuando está a punto de caerle al causante de las mismas el peso de la ley o se atisba la reacción del agraviado en contra. O si la respuesta ya se ha producido, de propagar la dureza de sus efectos, sin aclarar honestamente quién es el verdadero culpable que la ha provocado. En este caso, de lo que se trata es de atacar contraatacando, sin más razones que la de desviar el verdadero centro del problema hacia el asunto de la represión. El diálogo exige un deseo cierto de las partes de llegar a un acuerdo. No basta con pedirlo o exigirlo de boquilla, con mero fin táctico.

¿Qué ocurre cuando una de ellas lo solicita machaconamente (la importancia de la imagen), pero no está dispuesta a ceder en sus pretensiones? ¿Sería diálogo si su contraria se limitase a claudicar en aras de la paz y de evitar mayores problemas? ¿Existen algunos principios o valores estables que no deban ser objeto de cesión? Es aquí sin duda donde nos jugamos el crear una sociedad pacifista, donde todo vale y la injusticia prevalece, u otra diferente donde existen líneas rojas que no se pueden traspasar y, para horror de los buenistas, hay que defenderlos, incluso a precio de un bien valioso como la pérdida de favor, la incomprensión, la persecución o la vida. Es esto también, y no sólo su capacidad para convivir en paz, un verdadero banco de pruebas para conocer la calidad de una sociedad.

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