Tribuna

VÍCTOR J. VÁZQUEZ

Profesor de Derecho Constitucional

El año de la muerte de Muhammad Ali

Ali siempre tuvo el don de reinventarse, consciente de que en esta vida hay otras vidas, y de que toda revolución fracasa cuando quien la emprende se permite la tristeza o el desaliño

El año de la muerte de muhammad ali El año de la muerte de muhammad ali

El año de la muerte de muhammad ali

Mucho antes que de lo justo, el joven Muhammad Ali tuvo conciencia de lo bello. La tuvo, como él mismo cuenta en sus memorias, desde las noches que hubo de pasar en un establo, compartiendo lecho con unos caballos en los que supo leer, por vez primera, la perfección de las formas, el poder seductor de la anatomía y el movimiento. La tuvo, claro está, desde que vio pelear a Sugar Ray Robinson, y encontró allí -como también le sucedió a Miles Davis- una forma de estar en el ring que era también expresión de un sentimiento, de un anhelo de perfección estética que dignificaba una difícil, e ineludible para él, forma de vida: la del boxeador. La primera rebelión política de Ali, no hay duda, fue anunciar al mundo que siempre iba a estar bonito, que iba a triunfar en la batalla sin salirse de los exigentes parámetros de la alegría y la gracia. Y lo hizo. Ali dio al boxeo toda la belleza que a éste le pertenece, y ese sentimiento estético de lo deportivo, no fue, al final, sino la cara de un sentimiento ético de la vida, al que Ali consagró toda la energía de su verbo y el dolor de su sacrificio. Desde luego, Ali entendió muy pronto que la vida, su vida, iba en serio, y que si a un primer enemigo se iba tener que enfrentar ese era el miedo. Pero entre el miedo y el amor, entre el miedo y la fe, Ali siempre eligió lo segundo, y tal vez, en aquel sexto asalto en el que venció a Sonny Liston y se coronó por primera vez campeón del mundo de los pesos pesados, Ali también venció, ya para siempre en su vida, no sólo el miedo a ser herido, sino también y sobre todo, el miedo a pensar.

El Muhammad Ali campeón, el Ali desencadenado, pronto supo comprender la arqueología de sus yugos, y el hecho de que sólo era posible afrontar su existencia como pura libertad de ser, si él mismo se reinventaba, se reescribía. Su fe, su nombre, su saber, eran restos de una genealogía maldita, por eso había que construirse a sí mismo desde un nuevo Dios, un nuevo nombre y desde los valores de una nueva patria. Lo cierto es que América nunca había conocido un Ali; la disidencia religiosa, la desobediencia civil, la irreverencia, se habían movido hasta entonces dentro del laxo sustrato moral de una nación cristiana con un paradigma del patriotismo tan difuso como eficaz. Frente a ello, Ali se desembarazó de toda identidad heredada para vivir bajo un principio, myNation under my God, que desafiaba el núcleo de valores que forjaban la identidad de su república. Su conocido litigio ante la Corte Suprema en defensa de la objeción de conciencia al servicio militar no pudo tener, en este sentido, un nombre más alegórico: Ali v. United States. Como ya saben, fue Ali que el que venció este combate pero, como un rey heleno, hizo con su propia victoria más grande a la nación que odió y conquistó. Quien escupió la bandera de las barras y estrellas, repudió la religión de sus padres y puso su disidencia al servicio de los soldados del Viet Cong, fue recibido con honor por todos los presidentes del gobierno norteamericanos que conoció en vida, y jaleado como héroe por su pueblo cuando encendió el fuego olímpico en las Olimpiadas de Atlanta, como si quisieran agradecerle, después de los años, el poder redentor de su irreverencia.

Ali fue un hombre homérico que ejerció muchas veces una terrible crueldad con sus adversarios y que tuvo que descubrir, con sorpresa y dolor, el infinito umbral de su sufrimiento y los implacables designios del infortunio incluso para que aquellos que, como él, habían nacido con la cualidad de robar cualidades a los dioses. En cualquier caso, nada pudo echar mano al loco de Lousville. De mariposa a avispa, de avispa a roca, del centro a las cuerdas, del baile al temblor, del grito al silencio, de Cassius a Muhammad, Ali siempre tuvo el don de reinventarse a tiempo, consciente de que en esta vida hay otras vidas, y de que toda revolución fracasa cuando quien la emprende se permite la tristeza o el desaliño. Como había anunciado al mundo, él no sólo iba a pelear sino a estar bonito, y lo hizo hasta el final.

Dijo una vez Paco Umbral que en el fondo la vida de todo hombre dura un siglo. En este caso, ha sido el siglo XX el que ha durado tanto como la vida de Ali. Dos mil dieciséis, el año en que murió Muhammad Ali, pone punto final al mundo de ayer entre las brumas nostálgicas de Sierra Maestra y las pesadillas persas de la vieja Europa. Aunque el horizonte no sea claro, y por encima de todo lo que desde ahora se disputa, siempre podremos saber, gracias a él, que no hay que ser Cassius Clay, hay que ser Muhammad Ali.

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