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Tribuna

víctor j. vázquez

Profesor de Derecho Constitucional

Trump: entre la historia y la Constitución

Con el triunfo de Ronald Reagan y el nuevo conservadurismo sucumbió ya para siempre buena parte del proyecto igualitario del 'New Deal'

Trump: entre la historia y la Constitución Trump: entre la historia y la Constitución

Trump: entre la historia y la Constitución

Es difícil imaginar en qué pudiera haberse convertido la frustración existencial y política del hombre blanco norteamericano tras la Gran Depresión sin el New Deal. En todo caso, lo cierto es que Roosevelt supo encauzar democráticamente el drama personal y la desafección de millones de ciudadanos hacia un cambio de comprensión de lo político, en virtud del cual Estados Unidos superó cierta fe institucional en el darwinismo social, y se pusieron la bases para que el estado de bienestar fuera desde entonces, por lo menos, una posibilidad democrática. Hasta en cuatro ocasiones los norteamericanos respaldaron electoralmente la agenda new dealer, y es un lugar común en la literatura jurídica afirmar que esta era, que termina con la derrota del fascismo en Europa, trajo consigo la mayor transformación constitucional de la historia del país, y una noción, hasta entonces inédita, del poder federal, y especialmente, del poder presidencial.

Pero este nuevo contrato social que encarnó el New Deal no desterró los peores fantasmas norteamericanos. De la misma forma que la enmienda que prohibió la esclavitud no terminó con el racismo, la idea de igualdad que introdujo el New Deal en la cultura política no alteró ese santuario del odio racial que seguía siendo la segregación. Como dijera Faulkner, la pregunta de si América tiene o no derecho a sobrevivir está condenada a emerger cíclicamente en la historia de un país atrapado por el pecado original del esclavismo.

Cuando en 1961 el presidente Lyndon Jonhson barrió en las elecciones presidenciales a Barry Goldwater, uno de los principales opositores a la Ley de Derechos Civiles, Norteamérica se dio una respuesta positiva a su supervivencia. Ahora bien, sobre el escaso 38% de votantes que apoyaron a Goldwater surgió también el germen de un nuevo Partido Republicano, ahora enraizado donde nunca antes lo había estado, los viejos estados confederados del sur. Este nuevo Partido Republicano, que será desde entonces la opción política preferente del votante blanco, se construye, no solo cediendo el compromiso con la igualdad racial al Partido Demócrata, sino también desde la propia negación del hecho constitucional del New Deal, es decir: reivindicando la autonomía originaria de los estados frente a la federación, y asumiendo el liberalismo económico no sólo como motor infalible de la prosperidad sino como ideología constitucional.

La puesta en práctica de este proyecto llegó con la administración Reagan, sin duda el mejor arquetipo histórico del liberalismo apócrifo; un liberalismo que al mismo tiempo que sacaba la mano del bolsillo de sus ciudadanos, bajando sus impuestos, se la intentaba meter en otros aspectos de su vida personal, a través de un ensayo de restauración oficial de la moral protestante. En cualquier caso, lo cierto es que con el triunfo del nuevo conservadurismo sucumbió ya para siempre buena parte del proyecto igualitario del New Deal, y, a pesar del sostenido crecimiento económico del país, la pauperización de ciertos sectores de la sociedad norteamericana es desde entonces una realidad tan insoslayable como difícil de asumir, especialmente para la comunidad blanca. El conocido informe de los profesores Angus Deaton y Anne Case, en el que alertaban de cómo la cirrosis, la drogadicción y el suicidio eran desde hace años las primeras causas de muerte en la comunidad blanca, es, en este sentido, no sólo el mejor balance de resultados de la época reciente, sino también la mejor explicación del presente político. EEUU es, desde hace tiempo, una República donde fracasa el republicanismo, es decir, un país sin un paradigma real de la virtud cívica, y sin otro vínculo de identidad y fraternidad que ese patriotismo iconográfico hoy tan difuso y huero como útil para esconder la quiebra del vínculo entre ciudadanía e igualdad.

El Yes we can de Obama ofreció un momento constitucional para subvertir este relato y, por dos veces, el pueblo americano recogió este guante, si bien, sus dos mandatos presidenciales han servido para constatar que la desamortización del New Deal ha sido efectiva también en este extremo: en el delicado juego de equilibrios de la Constitución norteamericana, ni el Gobierno federal ni el presidente tienen hoy poder real para cambiar el statu quo. Paradójicamente, es a esta limitación del poder, inherente al sistema constitucional, a la que ahora se apela ante el mandato de quien ha sabido, en términos opuestos a Roosevelt, encauzar la nostalgia del deprimido hombre blanco. La pujanza de la sociedad norteamericana, sus fecundas instituciones intermedias, el federalismo, y la propia cultura de la resistencia que está inserta en su código genético, circundan ahora el anhelo autocrático del Make America Great Again. Todo es tener fe en que aquella ingeniería política pensada para desterrar la tiranía sirva también para ejercer un control efectivo sobre esta inédita e impredecible imbecilidad.

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