Tribuna

Javier González-cotta

Escritor y periodista

Perra vida

Perra vida Perra vida

Perra vida

Hoy por hoy todos queremos vivir como un buen perro o como una buena perra (la deseable igualdad de género no siempre resulta bien sonante). Antaño, en las familias linajudas los perros siempre gozaron de prebendas y mimitos de lo más desorbitados. El pedigrí social se expresaba a través de la engreída mascota: el perrito o la perrita de turno. No es del todo cierto que en España y en el resto del llamado primer mundo exista desigualdad, dicho así sin más, sin matizar.

Quizá Pablo Iglesias o nuestra anticapitalista Teresa Rodríguez no hayan reparado en ello todavía (algo raro, pues el primero suele mostrar a diario sus incisivos caninos). Pero el caso es que hoy la igualdad del pueblo se expresa a través de la democracia perruna que nos rodea. No todo va a ser sinsabor, carestía, gravedad. Miren a su alrededor. ¿Qué ven? Perros, perros por todas partes. Y dueños, dueños de muy variada laya: el ricachón, el clase media empobrecido, el olvidado perroflauta, el modernito, el animalista ultra, el gandul, el pijo, el single, el gay, etceterísima.

La gran democracia perruna explica ciertas cifras económicas. Sólo en comida, el sector canino mueve 51.000 millones de euros al año en todo el mundo. El globo se ha convertido en una confortable perrera: casi 800 millones de mascotas conviven con familias de Estados Unidos, Europa y América del Sur (en España existen 25 millones de mascotas, de las que casi 11 millones son perros y gatos). La democracia perruna (sin olvidar la gatuna) mira al porvenir con alborozo y hasta ladramos de alegría cuando agitamos el bolsillo. Porque otro dato más indica que los españoles nos gastamos al año unos 1.000 millones de euros en mascotas caseras.

Dicen que la fiebre de la mascotamanía va a continuar este 2017. La perra vida augura la bonanza de ciertos negocios al uso. Hace unos años Singapur se convirtió en el edén de los perros. De pronto abrieron pastelerías y restaurantes caninos. También se abrieron spas para que el mejor amigo del hombre recibiera baños burbujeantes, masajes (hasta ahora no eróticos) y tratamientos de aromaterapia. En Madrid, en el heterodoxo barrio de Malasaña, la tienda Caninetto está especializada en moda canina. Y alrededor proliferan peluquerías con spa y caprichosas pastelerías (caso de la repostería Miguitas, que ofrece estupendas brownies de pollo). Pero, por lo visto, el último grito al servicio de los canes es el llamado doga. Esto es, la práctica del yoga con el dueño. En Barcelona ya se practica el doga, cuyo fin de tipo zen es la conexión filial entre la persona y el perro. Cuando termina la sesión, amo y mascota continúan enlazados, como si fuera el abrazo de Vergara que reconciliara los ejércitos de la humanidad y la animalidad. Ahora se entiende mejor que el Código Civil francés diga que el perro es un animal sintiente.

La mascotamanía, en fin, supone otra vuelta de tuerca en la historia cultural asociada a los perros. Los tiempos han cambiado. Los griegos antiguos sentían repulsión por el perro, pues era el vivo ejemplo de toda impudicia y desvergüenza. En el Canto I de la Iliada,Aquiles llama "cara de perro" a Agamenón cuando éste le arrebata a su cautiva con desfachatez. Y Helena se llama "perra" a sí misma por haber dejado a su dilecto para caer en brazos de Paris, príncipe troyano. En la procelosa noche de los tiempos sigue aullando Cerbero, el infernal perro de tres cabezas que vigila la entrada al inframundo. Por su parte, filosofando como era menester, surgió entre el ágora de Atenas la llamada secta del perro, con Diógenes de Sinope a la cabeza, pues defendía una saludable desfachatez frente a las convenciones de la civilidad.

Las religiones abrahámicas (judaísmo e islam) siempre detestaron al perro. Lo consideraron impuro, un peludo cúmulo de crines que reunía fealdad y salvajismo. "En la casa donde habita un perro no entran los ángeles, pues es impura". Se lo decían los árabes a los persas, quienes sí defendían el aura sacra del perro. Los maestros sufíes -bebían de la tradición irania- mostraban también su amor por los perros e intentaban librarlos de la injusticia a que los sometían los hábitos entre musulmanes. No obstante, los turcos primigenios consideraban pecado matar a los hijos de una perra, de ahí que proliferaran tanto por la vasta Anatolia. Sus pueblos y ciudades se llenaron -y aún están llenos hoy- de cáfilas de perros alimentados por corazones caritativos.

Visto lo visto, la mascotamía es hoy como la nueva religión del amor: el hombre es el mejor amigo del perro y ya no al revés.

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