Tribuna

Alfonso Castro

Catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Sevilla

Leyendo Cataluña con Maragall (y 2)

¿Es imposible la integración catalana en España sin renunciar a su identidad construida? Una conclusión así sería peligrosa para España y mucho más para Cataluña

Leyendo Cataluña con Maragall (y 2)

Leyendo Cataluña con Maragall (y 2) / rosell

Leyendo Cataluña con Maragall (y 2) Leyendo Cataluña con Maragall (y 2)

Leyendo Cataluña con Maragall (y 2) / rosell

Rodeado por un desierto de "líneas duras, nítidas", que recorre alucinado en tren y que la separa de las provincias lejanas moral y materialmente, Maragall percibe a "la capital" "bajo una campana de vidrio". Por entre aquel aire límpido de cualquier vapor, "verdadero aire de desierto donde nada respira", duermen algunas hermosas ciudades "muertas" -faltaría más-, tan lejos de los paisajes vivos, de las vegetaciones risueñas, de las poblaciones laboriosas y alegres de las que él procede, bañadas por el mar y sus brisas, abiertas al comercio con los mundos y los hombres. La imagen del desierto es decisiva en términos metafóricos: no son las provincias irradiaciones de la capital, pues esta no es el centro espiritual de la nación, sino una simple provincia "del extranjero" como las otras, en desventaja con ellas por el desierto que la separa del contacto del mundo. Esta simplificación, que tiene mucho de esquematismo y que estalla ante todo por contraste cuando se leen tantas páginas consagradas a Barcelona (ciudad del pasado y el futuro, de callejas laboriosas y avenidas abiertas), no es inquebrantable porque no es un fanático quien la dibuja, sino un poeta culto y refinado, con su propia carga de prejuicios, lector del Quijote y de Azorín, que mientras se arranca de Madrid reconoce el "siniestro encanto" que comienza a apoderarse de él y "siente que ha empezado a amar la capital", mientras el tren se dirige, en la obscuridad, "hacia el amanecer de las provincias". El "cielo sin nubes" es ahora terso e incluso flota, bajo el sol poniente, una nube sola roja.

Pero "aquella espaciosa y triste España" de la que habló Maragall en 1911 poco antes de morir a los cincuenta y un años, en que la mendicidad se revelaba a su juicio como "una profesión nacional" y en la que todo podía ser un español, si era verdadero, menos ciudadano ("la mediocridad ciudadana no ha sido hecha para el celtíbero") o "liberal" (vocablo que, parece olvidar, nuestro idioma legó a Europa), ha cambiado mucho desde entonces. ¿Qué habría pensado de este Madrid cosmopolita, deslumbrante y ciclópeo, abierto y vivo como un pulmón que no cesa de bombear sangre energética, que acaba de superar a Cataluña como la región más rica de España y que colabora más decidida y ampliamente que ella a la solidaridad interregional?

¿Pervivirían sus preocupaciones de entonces tras la transición democrática española? La influencia e integración de Cataluña en la gobernanza de España, la pujanza y protección de la cultura y la lengua catalanas, el autogobierno extremo en el contexto de una España europea, democrática y rica son pruebas palpables de un viejo sueño catalán y español, triunfante por finalmente compartido mayoritariamente. Más que nunca hoy se ha debilitado el cuadro por él pintado de la España productiva que deja por inercia o descuido la política "en manos que han resultado ajenas", célula en gran medida del nacionalismo periférico. Han surgido preocupaciones nuevas, porque nada es inmutable en historia. ¿Cómo es posible que la región más europea entonces de España haya derivado, en el momento de mayor autogobierno de su historia, hacia el borde de un propiciado aislamiento de Europa: hacia la negativa taxativa de esta a ser en ella sin España? Contradicciones históricas: se ha convertido en la más alejada de la Europa unida la que fue más próxima región española a la Europa desunida. Tierra paradójica, contradictoria como ninguna otra española. ¿Qué ha fallado, precisamente en la hora del triunfo histórico del catalanismo aceptado en una España moderna, para el resurgir de esta historia recurrente de taifas disgregadoras, de españoles consagrados a una de las más españolas formas de serse que es la negación de sí mismos? ¿Es imposible la integración catalana en España sin renunciar a su identidad construida? Una conclusión así sería peligrosa para España y mucho más para Cataluña.

Maragall supo ver muy bien, con su desdoblada "conciencia de español", que el catalanismo para ser españolismo había de vencerse a sí mismo y superar "el impulso de apartamiento en que nació", venciendo sus rencores e impaciencias, abandonando el "hermoso ensueño" que lo aprisiona. Palabras que valen para el hoy de ayer y para el de mañana. Como esas otras -aún más abrumadoramente premonitorias- escritas por el poeta catalán al contemplar, con cierto desdén, una prohibición colgada en un cartel sobre un poste, absolutamente ineficaz, que nadie obedece, "verdadero símbolo de tanta ley escrita española".

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