Efecto moleskine

Ana Sofía / Pérez-Bustamante

El tiburón de las galaxias

ME falta cada vez menos para el medio siglo y he atravesado la galaxia Gutenberg (la del libro), pasando por la McLuhan (la de la tele) hasta la de Internet. El resumen de mi guerra de las galaxias podría formularse así: me educaron sobre unos principios firmes para adquirir y administrar el conocimiento, y mi pequeña nave me ha llevado al siglo V a.C.: sólo sé que no sé nada y que esto, en un mundo antiguo, podía ser el principio de la sabiduría, pero en la vida diaria (hecha la excepción de mi agenda Paulo Coelho) es más bien un desastre. Quizá eso explique por qué me siento cada vez más a gusto en medio del surrealismo. La docencia, además, es una profesión que, al poner en contacto constante a un individuo obsolescente (o sea, que no es que envejezca sino que caduca) con individuos indesmayablemente jóvenes y cada vez más remotos en el espacio-tiempo, genera situaciones francamente absurdas. Pongo un ejemplo que, como conozco de segunda mano, resulta menos lógico o más irreal todavía. Imagínense una clase de ética en un 4º de ESO. El profesor pregunta: "El tiburón, ¿es un sujeto moral?". La clase le mira (si es que le mira) con una mezcla de perplejidad, indiferencia y aburrimiento (¿sujeto? ¿moral? ¿qué?). Como no hay respuesta, el profesor prosigue su monólogo: "No, el tiburón no es un sujeto moral. (…) Fíjense en que se pasa todo el día comiendo. Pero no es que tenga hambre: el tiburón casi todo lo vomita". En este punto, López levanta la mano. La cabeza de López tiene fama de ser un enigma. En el guindo mental de López se ha abierto paso una curiosidad más zoológica que ética: "Don Fulano… ¿cómo vomita un tiburón?". Inmediatamente sale, de las profundidades del aula, una voz nasal, toda nuez y granos: "Pues cómo va a vomitar un tiburón: metiéndose la aleta". El profesor tiende su mirada pedagógica por el proceloso mar adolescente y pregunta: "¿Quién ha dicho eso?". El dueño de la nuez levanta la mano: "Yo". Don Fulano, flemático y ensimismado, comenta: "Eso ha estado bien, Casas. Bien. Le voy a poner un positivo". A mí anécdotas como esta me hacen feliz. Pienso en la receptividad cognoscitiva de don Fulano, en el inefable López, en el ingenioso Casas, y sé que puedo mirar de noche a las estrellas con la íntima convicción de que, atravesando los universos de soledad intergeneracional, hay otros mundos en los que también hay vida. Vida con sentido del humor. O sea, con una inteligencia surreal.

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