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DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

Sobre los tacones

Aprimera vista, yo debería estar en contra. Por la mínima ventaja de milímetros que le llevo a mi mujer, con tacones me deja por los suelos. Pero uno está dispuesto a bajarse lo que sea menester a cambio de la gran ventaja que conllevan sus zapatos de aguja. Gracias a ellos, consigo volver a casa de cenas, ferias, fiestas y demás saraos a una hora prudente. Mi mujer, como casi todas, tiene un espíritu festivo inagotable con un solo talón de Aquiles: los tacones. Menos mal.

De tacones he ido aprendiendo por agradecimiento, y por otros motivos, entre los que hay que descartar el fetichismo, que casi no sé lo que es. Por timidez, miro siempre al suelo, y allí encuentro los zapatos, que estudio detenidamente. Como a estas alturas no voy a engañar a nadie, confieso que también bajo la mirada por pudor a veces. Y siendo tan sensible en todos los sentidos, el miedo a los pisotones me hace estar ojo avizor en las bullas. Al final, he terminado hecho un experto.

Un experto que discrepa de lo que pontifican los profesionales. El tacón correcto no puede medirse en centímetros; depende de la altura de la interesada y, sobre todo, de sus andares. Los tacones son demasiado altos a partir del momento en el que la señorita empieza a caminar como una cigüeñuela. En esto, como en todo, el secreto está en la naturalidad. Esos andares temblorosos, sobre zancos, son inquietantes para el espectador, que siente que en cualquier momento tendrá que recoger en sus brazos a quien se desmorona desde los cielos. Otro factor a tener en cuenta es una paradoja: las chicas bajitas con tacones excesivos, por un raro efecto óptico, acaban pareciendo más bajitas, mientras que las muy altas con zapatos planos apabullan, nos dejan sin coartada. Claro que esto siempre será mejor que aquellas altas que, tras ponerse tacones, se encorvan, para compensar. "No molestaros", entran ganas -si alcanzásemos a sus olímpicos oídos- de susurrarles, "dejadnos a nosotros los complejos".

Dos cosas me preocupan. Una, esos dedos de los pies comprimidos por el esfuerzo de sostener en sus puntitas todo el aparatoso esqueleto, pobrecillos. Y dos, los zapatos de plataforma, coturnos de un grosor trágico, que hacen que ellas caminen como un buzo por el fondo marino, y que uno sufra por sus sobrecargados gemelos y abductores.

A cambio, hay tacones deliciosos. Mis preferidos -excepción hecha de los de mi mujer, a los que les debo tanto- son los de las más jovencitas, que se encaraman en ellos hacia las promesas de la adolescencia. Y sobre todo, los de las ancianas, que no se resignan a apearse de su coquetería. Hacen bien.

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